El asunto del procés es tan cansino y tan agotador que a muchos les parecerá que en España llevamos muchos años con el desafío independentista a la Constitución, al Estatuto y a la democracia misma. Ese, el de que un país no puede permanecer toda la vida en medio de un desafío a la legalidad por parte de los representantes del Gobierno de una comunidad que forma parte del Estado, es el argumento predilecto de quienes esconden tras el «algo habrá que hacer» su decisión de ceder al chantaje independentista simplemente porque les conviene para seguir gobernando con el apoyo de los sediciosos. Pero la realidad es que no ha pasado tanto tiempo. Y que, al contrario, el Estado de derecho ha mostrado una fortaleza notable, capaz de resolver judicialmente en un tiempo razonable lo que algunos pretenden ahora eternizar por la vía política.
Desde que se celebró el referendo ilegal del 1 de octubre del 2017 y se proclamó la esperpéntica declaración unilateral de independencia, hasta que los responsables de ese golpe, a excepción de los fugados, entraron en la cárcel el 2 de noviembre del 2017, solo pasó un mes. El 12 de febrero del 2019, menos de un año y medio después del 1-O, Oriol Junqueras y el resto de acusados estaban ya sentados en el banquillo del Tribunal Supremo. Y exactamente dos años después de aquellos hechos, en octubre del 2019, los responsables tenían ya una sentencia firme por sedición, malversación y desobediencia.
Desde el mismo momento en el que la Justicia comenzó a actuar, los independentistas no han vuelto a cometer ninguno de esos delitos. El raca-raca del referendo y la autodeterminación continúa, por supuesto, porque eso es algo con lo que hay que acostumbrarse a convivir para siempre. La «conllevancia», que decía Ortega. Pero en Cataluña se restauró la Constitución, se celebraron unas elecciones en el marco de la ley y se han formado gobiernos que, pese a la matraca dialéctica, se han cuidado mucho de cometer graves delitos o de vulnerar de nuevo la Constitución. Es decir, que la Justicia ha hecho su trabajo restaurando la legalidad sin necesidad de ceder al chantaje de los delincuentes, que tienen todo el derecho a reclamar la independencia, pero no a imponerla por vías ajenas a las que establece la Constitución.
La garantía de que esta gente no lo «volverá a hacer», por más que se pavoneen de ello, no son desde luego las epístolas llenas de dobleces de un trilero de la política como Junqueras, ni las permanentes cesiones del Gobierno, incluida la vergonzosa y humillante comparación del líder de ERC con Nelson Mandela. La garantía de que en Cataluña, como en el resto de España, se respetará la Constitución hoy y mañana es que los delincuentes ya han comprobado cuáles son las consecuencias de no hacerlo y cuánto duelen. Pues bien, esa garantía democrática es precisamente la que el Ejecutivo se dispone a destruir anulando la pena con el indulto y minimizando las consecuencias del delito al rebajarlo en el Código Penal. La Justicia resolvió un desafío a la ley y el Gobierno se dispone a restaurarlo, agravado con la impunidad. ¿Cabe mayor disparate?