Muro de las lamentaciones

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

16 may 2021 . Actualizado a las 09:49 h.

Estábamos frente al Muro de las Lamentaciones porque todos los que componíamos el contingente de la prensa internacional en Jerusalén sabíamos que iba a ocurrir algo. La tensión entre palestinos e israelíes había ido creciendo. Se esperaba un estallido, y estaba claro que cuando ocurriese sería allí, en el lugar donde se rozan con los codos los lugares sagrados del judaísmo y el islam. Así fue. Se escucharon disparos. Hubo muertos. Aquel día comenzó lo que se llamó la segunda intifada, que llenó de luto tantos hogares de palestinos e israelíes. Fue hace más de veinte años, pero vuelve a suceder estos días. Veo las imágenes de la violencia en Jerusalén, en esa misma vecindad del Muro de las Lamentaciones, y me parece reconocer escenas, los rostros me resultan familiares, oigo gritar frases en hebreo y en árabe que creo haber oído antes… Naturalmente, es una ensoñación, la visita de un sosia del pasado. No pueden ser las mismas personas ni las mismas voces. Pero el drama sí es el mismo, reiterado cíclicamente. La historia no se repite, pero la tragedia sí, porque no tiene imaginación, siempre es igual.

Los geólogos nos explican que hay lugares en la tierra donde, a mucha profundidad, se juntan las placas tectónicas sobre las que se asientan los continentes. Esas placas se mueven de un modo que resulta imperceptible para el ser humano. Sin embargo, es solo cuestión de tiempo que el roce o el choque entre ellas llegue a un punto crítico y se desate en la superficie un terremoto que afecta a la vida de miles de personas. La geología es inexorable, lógica y a la vez imprevisible. La sociedad humana se le parece a veces. También en su subterráneo hay placas que se mueven y se rozan o chocan, y esa plaza del Muro de las Lamentaciones y la contigua Explanada de las Mezquitas de Jerusalén son un lugar en el que tres placas se encuentran y presionan la una contra la otra.

Recuerdo que tan solo unos días antes de aquella jornada sangrienta había estado en la plaza del Muro de las Lamentaciones, matando el rato en un atardecer ocioso. Me gustaba observar el ritmo del rezo de los judíos, que se balanceaban en medio del murmullo constante de sus oraciones, y como, de vez en cuando, se abría paso alguna celebración del bar mitzvá de un niño, rodeado de su familia extensa engalanada. Más arriba, de la Explanada de las Mezquitas, llegaba el rumor de las plegarias de los musulmanes, que se postraban, también rítmicamente, sobre sus alfombras de oración gastadas por la devoción. Y a intervalos regulares se escuchaba el tañer de las campanas de las iglesias cristianas, reconocibles por sus voces características: la de bajo ruso de la iglesia ortodoxa, la melancólica de los armenios, el claqueteo de la pequeña campana de los coptos etíopes… Dependiendo de la dirección del viento se escuchaban con más fuerza a unos o a otros, hasta el punto de que, ensalivando el dedo y poniéndolo en alto, uno podía anticipar cuál de los tres dioses estaba escuchando una súplica en cada momento. Anochecía, y el lugar se fue vaciando de gente; hasta que poco antes de ponerse el sol se encendió la iluminación artificial. Entonces salieron en tromba la multitud de pájaros que anidan entre las piedras de los edificios antiguos de todos los barrios de la Ciudad Vieja de Jerusalén, atraídos por los mosquitos, a su vez hipnotizados por los potentes focos de luz. Las aves volaban enloquecidas chillando y devorando insectos, chocando unas con otras, como la nube negra de un presagio. Iban a comenzar tres largos años de guerra.