El 20 de mayo de 1996 le pregunté a Hans Küng: «¿Cómo se puede tener fe?». Fue una temeridad, tanto por mi precario inglés como por la osadía de cuestionar la sustancia sobre la que había moldeado su pensamiento el teólogo más profundo e innovador del siglo XX. Estamos en el paraninfo de la Universidad de Santiago. Hans Küng acaba de pronunciar su conferencia Ética Mundial y Educación. Es el invitado principal de la universidad con motivo de su quinto centenario.
La sala está de bote en bote. Küng habla pausado, apenas levanta los ojos de los folios. Durante 45 minutos, en un inglés académico con reconocible acento alemán, desgrana su pensamiento sobre ética y educación. Tono monótono. Para mí es imposible seguir su discurso. Me ayudo con una traducción al castellano que me facilita el equipo de comunicación de la universidad.
Comienza Hans Küng muy optimista. Acaba de jubilarse, y oímos el primer y único guiño a la audiencia: «Jubilación. Ninguna lengua del mundo tiene un nombre más bello para el retiro». También está feliz porque su proyecto de una ética mundial comienza a ser reconocido.
Todo comenzó en 1990, con su libro Projekt Weltethos (publicado en castellano por Trotta Proyecto de una ética mundial en 1991). De ese texto derivó la Declaración de Ética Mundial del Parlamento de las Religiones del Mundo, en Chicago en 1993; y la creación de la Fundación Ética Mundial, que inició el conde von der Groeben única y exclusivamente en virtud de la lectura del libro. El objetivo del proyecto es establecer una ética mundial, interreligiosa, que influya en el discurso científico y en la praxis pública.
Fin del entusiasmo: «El imperativo categórico de conducirse de modo humano, considerado todavía en tiempos de Kant casi como innato, ha dejado de ser obvio en un tiempo en el que se ha propagado y practicado el hombre nietzscheano ‘más allá del bien y del mal'». Empieza a hablar el filósofo, el teólogo, el pedagogo.
A Hans Küng le angustia que la falta o el déficit de educación lleve a la sociedad a sus formas más violentas. A eso vino a Santiago, a decirnos cómo la urdimbre religiosa, el rescoldo común a todas las religiones, puede orientarnos en esta selva enraizada en un «instinto universal de muerte» contrapuesto al «instinto de vida».
Cuando descubrí en La Voz de Galicia que Hans Küng daba una conferencia en Santiago me costó hacerme a la idea de que podía llegar a conocerle. Comencé a leer El Judaísmo, su primera gran monografía sobre las tres religiones semíticas, en 1994. Fue el 10 de agosto e iba en un tren de León a A Coruña. La cuidada edición de Trotta tenía la portada verde lima y el título en sobrio cooperplate escarlata. La acababa de comprar en la librería Pastor de León.
Fue una epifanía. De El Judaísmo a El Cristianismo y El Islam. Y, antes, Credo, ¿Existe Dios?, Vida eterna y, por supuesto, Proyecto para una ética mundial. Hans Küng es denso como solo un alemán puede serlo. Seguir su pensamiento, sobre todo para los que no somos creyentes, es una tarea titánica. Parece que nunca alcanzarás la cima. Es una lente donde se reflejan todos los problemas de nuestro tiempo. La lectura de la obra de Küng se hace espesa, sí. Pero, si le sigues, encontrarás una erudición libre, comprometida con la verdad, valiente. Si te dejas llevar, te coge de la mano para trepar por las colinas del pensamiento que él frecuenta, y no te abandona hasta que eres capaz de escalar solo.
Libre, valiente y comprometido. Si no hubiera sido por su carácter, las cosas podían haber sido para él muy distintas. Formado en el elitista Collegium Germanicum, la ensalzada tesis doctoral escrita en sus años en París, el acceso a la cátedra de teología fundamental a los 32 años y, sobre todo, su participación en el Concilio Vaticano II. Sus comienzos fueron los de una persona destinada a la cúpula de la Iglesia. Pero su elección fue otra. Optó por no acomodarse, por perseverar en su verdad y no someterse. Así que apunté bien la dirección y la hora de la conferencia. How can you have faith?, acerté a murmurar en el paraninfo, cuando tuve oportunidad. Me sonrió, sorprendido por lo audaz y extemporáneo de mi pregunta y por mi desaliñado inglés. «I´ve been asking myself that question my whole life», concedió. Un amigo, profesor de inglés, me acompañaba, tradujo y me sacó del apuro: «Llevo toda la vida haciéndome esa pregunta».