Hace solo cuatro años, Inés Arrimadas era la estrella más brillante del firmamento político español. No era la que más poder tenía, ni dirigía un partido con más expectativas que capital, que era Ciudadanos. Pero tenía todas las cualidades que se necesitan para ser líder, y para considerarla una joya política, con un brillo personal inexpropiable, que jamás deberíamos perder. Era inteligente y decidida. Lucía una oratoria exquisita, capaz de ser contundente y mesurada a la vez. Su currículo era limpio y transparente como un manantial de montaña. Y su imagen parecía hecha a la medida de la comunicación política y de la influencia mediática. El pronóstico que hacíamos de ella era independiente del de su partido, porque todos estábamos convencidos de que, cualquiera que fuese el devenir de la política española, siempre tendríamos necesidad de personas como ella, y siempre habría alguien dispuesto a integrarla en equipos de excelencia.
Hoy, sin embargo, es una ruina. Llena de contradicciones, incapaz de orientarse en el confuso panorama político del sanchismo, ansiosa de tocar poder a cualquier precio, y convencida de que la cualidad más preciada de un político es su habilidad para la maniobra. Por eso orientó su proa contra el barco de Casado, dispuesta a partirlo en dos. Y, necesitada de acumular fuerzas e inercias contra el PP -que es la cuña de su misma madera-, le pidió a Sánchez y a Redondo que le soplasen en popa. Tan obcecada estaba que ni siquiera pudo reparar en las cosas que ella misma nos dijo de Sánchez, ni en los fracasos sonoros que cosechó cuando se quiso colar en una mayoría presupuestaria que ni la necesitaba ni la soportaba, ni en las alianzas que Sánchez está tejiendo -con UP, EH Bildu, los separatistas y todo eso- para mantener un maligno enfrentamiento de bloques, cada vez más radicalizado, que le garantiza el sillón de la Moncloa.
Por eso nadie debe extrañarse de que, siguiendo esta estrategia, se metiese en el único abismo -el de la chapucería, la triquiñuela, la deslealtad y la engañifa- en el que jamás imaginó que podía caer. Quiso pasar desapercibida en la maniobra de Murcia, y la señora Ayuso, por la que nadie daba un euro hace un año, le arrancó la máscara y la puso en ridículo. Quiso aparentar que nada tenía que ver con la antidemocrática maniobra de Más Madrid y PSOE, de colar a destiempo una moción de censura -sabiendo que ya era legalmente inadmisible-, y aceptó ser cómplice de un vergonzoso trile de judicialización de la política. E incluso quiso creer que el poder y el tiempo todo lo curan, y es posible que los fontaneros del PP la dejen en un bochorno tan grande que empiece en Murcia, termine en Madrid, y la obligue a abandonar la política con la vergüenza torera que le quede. Y aquí sí que se puede decir que sic transit gloria mundi.
Yo, a pesar de todo, creo que es una persona que vale mucho y es honrada. Y que su único problema fue no darse cuenta de que, cuando la fiesta va de charangas, los violinistas estorban.