Les alertaba hace más de un año de que el profesor Peter Turchin auguraba -a partir de un algoritmo obtenido con todos los big data existentes- que el 2020 iba a ser el año de mayor inestabilidad del planeta. A estas alturas de calamidad, creo que se equivocó.
Este no solo ha sido un año distópico y enmascarado por la pandemia, sino que ha sido un año sin dios, lo busques por donde lo busques. Tal sucesión de sucesos acontecidos no dejan resuello a la sorpresa ni a la indignación.
Todo se ha vuelto del revés sin tiempo para reaccionar, un tsunami que nos ha engullido a todos y aún no nos ha devuelto a la playa; una bruma de castigo divino que no nos permite ver un burro a tres pasos.
De un solo golpe, ha cambiado la tramoya del paisaje urbano y ha obligado a un cambio de guion que nadie conoce y para el que no existen apuntadores. La pandemia ha mudado el paisaje humano volviéndolo gris pegajoso, con un ambiente de hormonas enfundadas en porno de Internet, relaciones congeladas a toques de queda, cárceles del alma las pasiones y el alma mustia de nostalgia. Venenos del mundo por venir.
Un cambio radical a cámara lenta que se nota en cómo la gente se resiste a creerlo y sigue recitando el mismo guion de siempre, dentro de un escenario de nunca. Antes de que se adapte un gallo, se habrá extinguido el mundo tal y como lo conocimos hasta ahora. Desaparecido el espacio de socialización que son los bares, las relaciones se desplazan al espacio virtual de las redes sociales y el 5G .
Estamos en plena colonización de un nuevo entorno mientras pululamos en una especie de cantina de la Guerra de las galaxias donde aparecen peligros desconocidos y seres extraños: okupas, eutanasia, ciberdelincuentes, salarios mínimos, ¿qué hacemos con el emérito?, el flequillo de Trump, paro sin pausa, la cabellera eléctrica de Boris Johnson... Y las mismas grescas tabernarias de siempre: no seas cabezón (cabezón: terco, obstinado, persona que no se apea del burro y permanece en sus trece), catalanes con barretina calada disparando al pianista y las medias de Melania volando por el balcón.
Demasiados frentes que apaciguar para el sheriff Sánchez que, con ese andar sinuoso que tienen algunas mujeres y todos los felinos, está en cuarentena.
Y una caravana de chamarileros enriquecidos vendiendo nuestra propia nostalgia, miedo y aburrimiento.
Lo dicho, Turchin se quedó corto, nadie tiene ni idea de de qué va esto y nos queda un buen rato hasta encontrar la salida.
Todo está en un tris y a piques de dar un tras, diría Quevedo. «Visite nuestro bar».