Urgiría una tesis doctoral sobre los ascensores. La de cosas dignas de análisis que acontecen en estos cubículos fuente de intimidades, incomodidades, confesiones y concesiones urgentes a la coquetería. El tipo de conversaciones que se mantienen en un elevador son un indicador despreciado del momento de un país. Cuando las cosas van bien, lo normal es hablar del tiempo. Los escasos segundos de ese viaje obligatorio compartido suelen ser suficientes para catalogar al vecino, al borde, al riquiño, al cachondo y al esmerado.
Durante la crisis del 2008, la mejor manera de sobrellevar la invasión obligatoria del espacio vital era comentar el último récord de la prima de riesgo. Los ascensores fueron una clase exprés de economía, un desahogo fugaz sobre las preferentes, los tirabuzones dialécticos de Rajoy o el asalto a los cielos de Podemos. Los montacargas pertenecen a la categoría de los no espacios, junto con los aeropuertos. Son lugares en los que el tiempo transcurre de otra forma y el encuentro se rige por reglas diferentes a las habituales. Tienen banda sonora propia y una capacidad cierta para transmitir desasosiego. Quién no ha pensado que su ascensor descendía hacia las puertas mismas del infierno, o se detenía eternamente hasta matarte de inanición. Han muerto humanos que abrieron la puerta y se encontraron con el vacío o que entraron en una cabina que se desplomó hasta convertirlos en papilla. También los ascensores han cambiado durante Todo Esto. El covid se ha convertido en una excusa para no compartir la escalada y dejar con la puerta del elevador en las narices a ese vecino que antes subía a medio palmo de ti y te obligaba a escrutar el llavín como si en las montañas de tu picaporte estuviese escrito el sentido de la vida.