La vida como juego

Manel Antelo
Manel Antelo LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

Fernando Alvarado | Efe

18 ago 2020 . Actualizado a las 09:32 h.

Todo en la vida es un juego o, dicho más exactamente, cualquier interacción que surja entre dos o más personas, sea en el ámbito que sea, es equiparable a un juego. Sin ir más lejos, que cada miembro de una pareja opte por hacer o no hacer las tareas domésticas, o que cada individuo decida ponerse o no una mascarilla en los espacios públicos para evitar la transmisión de un mal contagioso, es el resultado de comportarse como si los aludidos estuviesen jugando una partida de cartas. Fundamentalmente, porque cada individuo es consciente de que el resultado que obtendrá en el desenlace final no solo dependerá de su particular decisión, sino también de las decisiones de todos y cada uno de los demás que interactúan con él.

En este contexto, es natural asumir que todos los participantes son conocedores de las reglas del juego que desarrollan, es decir, los elementos que determinan lo que se puede o no se puede hacer. De otra manera no participarían. Por ejemplo, nadie jugará al póker sin conocer mínimamente cómo se juega y nadie acudirá a una subasta sin tener previamente unas mínimas nociones de cómo funciona este mecanismo de asignación. Pues bien, las reglas del juego y las preferencias de la gente por un resultado u otro son los aspectos que determinan cómo concluye ese juego.

Consideremos la pandemia de covid-19 que nos asola. El objetivo último es minimizar el contagio y, para ello, es necesario que cada persona haga todo lo posible para no poner en riesgo a las demás. Un objetivo que solo es factible si la autoridad define las reglas del juego que propicien que la gente se comporte como es menester. En la jerga económica, esto equivale a diseñar un mecanismo que proporcione a la gente los incentivos adecuados para que actúe en el sentido deseado. Como mínimo, las reglas han de ser pocas, claras e inequívocamente inductoras del comportamiento deseado con los incentivos adecuados. Pocas, porque la capacidad de la gente para hacerse cargo de ellas no es ilimitada. Claras, y no sujetas a condiciones de excepcionalidad, para que estén sometidas a las menores interpretaciones posibles por parte de los destinatarios. Por último, han de llevar aparejados los incentivos coercitivos necesarios para inducir a la gente menos propensa a cooperar a hacerlo. Porque los incentivos morales, es decir, las apelaciones a la solidaridad que tratan de empujar a la ciudadanía a hacer lo que se supone que es globalmente bueno, pueden ser insuficientes al dejar que sean las personas las que decidan si están o no de acuerdo con ellos. Y en casos así, la experiencia nos enseña que el incentivo más eficaz en el corto plazo es el que afecta al bolsillo.

Diseñar de forma apropiada estas reglas del juego es esencial para que el Estado cumpla una de sus funciones básicas, la de mitigar las externalidades negativas que unos ciudadanos pueden infligir a otros. Porque la propagación de una enfermedad es, sin duda, una de esas externalidades negativas.