Otro cuento de Navidad

Xose Carlos Caneiro
xosé carlos caneiro EL EQUILIBRISTA

OPINIÓN

23 dic 2019 . Actualizado a las 09:06 h.

Ninguno de sus grandes sueños se había cumplido. En los Maristas le habían dicho que sería un gran abogado del Estado, pero se quedó en funcionario grupo C, que no era poco. Su mujer lo había abandonado. La primera. La segunda estaba a punto de hacerlo. Pensaba en esas calamidades cada Navidad. Y se ponía tan triste que se le hundían los ojos en las cuencas, los cuencos, de todas las amarguras. Esta vez no sería así, se dijo. Vendrían sus hijos a la cena de Nochebuena. Estarían todos tan juntos, tan como antes, que incluso podría recuperar la relación con su mujer y un ápice de autoestima. La poca que le restaba. En realidad, ninguna. Acababa de sufrir una última puñalada de la vida, que, cuando se pone gatuna, te araña hasta sajarte los tuétanos.

 Los curas lo veían abogado, con sus sobresalientes y sus matrículas, pero él aseguraba que triunfaría como poeta. Un Neruda de los nuevos tiempos, pensaba. Había escrito un libro de poemas para su primera novia, que también lo dejó, como el resto de las mujeres que lo habían conocido (y padecido). Lo autoeditó. Una presentación en Vigo. Y dos o tres dedicatorias a esta gente que va a todas las presentaciones para guarecerse de las borrascas. Repasando los recuerdos se encontró con que no quedaba ni uno solo de aquellos libros en su biblioteca: Los versos del solitario, se titulaba el volumen. Y buscó. La Internet todo lo tiene. Así fue. Encontró varios ejemplares de algunas librerías que vendían a precio de saldo su obra. «¡Su obra!», repitió interiormente con orgullo. Los pidió. Solo le llegó uno. Esta misma mañana. Estaba nuevo. Como si ni siquiera lo hubiesen tocado. Iba a introducirlo en las estanterías de la biblioteca cuando se le ocurrió abrirlo con la presunción, tan ingenua, de que estaría impoluto. No era así.

En la primera página observó su letra. Tan fiera y entusiasta que supo que lo había firmado en el mejor de sus momentos. Era una dedicatoria. A Andrea, concretamente. Una dedicatoria tan ardorosa que él mismo se avergonzó de haberla escrito. Después se hundió en la melancolía, que es la forma más amable de la decepción. Entendía que se pudieran vender libros usados. Pero no podía entender que alguien pudiese vender un libro dedicado con tanto primor y sinceridad. Lloró. Amarga y lluviamente. No era todo. Sonó su móvil con insistencia. Era su mujer. «Solo llamo para decirte que no puedo más y que lo nuestro se acabó». Él no sabía qué contestar, pero contestó: «¿No había un día mejor para decirlo? Es Navidad, cariño». «Ni cariño ni gaitas, que no te aguanto más, y punto».

Vagaba por la ciudad con las manos en los bolsillos y, entre los dedos, un trozo de corazón: el suyo. Apenas podía respirar. Le quedaban los hijos. Hasta que sonó una señal de alarma del WhatsApp. Su mujer, de nuevo: «Ya le he contado a los niños que nos separamos y no vienen». ¿Qué hacer cuándo no puedes hacer nada?, se preguntó. Siguió paseando. Y, disfrazada de hada, encontró a una joven que le dijo que había leído su libro. Y que tenía una gran sensibilidad. Y que ya no quedaban hombres como él. Y que podían tomar algo. Y él, que casi sonreía, solo dijo sí. (Para Andrea, sea quien sea y esté dónde esté).