Checkpoint Charlie

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

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10 nov 2019 . Actualizado a las 00:03 h.

Cuando cayó el muro de Berlín, hizo ayer treinta años, algunos creíamos de forma idealista -es decir, a pesar de la evidencia y la experiencia- que lo que iba a ocurrir era esto: que se produciría una fusión de lo mejor de los dos sistemas que el muro había separado; que permanecería en alguna medida el igualitarismo del bloque socialista, pero con las libertades del bloque capitalista. Por supuesto, no fue así, y la explicación es incómoda, pero obvia: mientras que la igualdad radical requiere grandes dosis de disciplina y represión (véanse los conventos y los cuarteles), la libertad tiene que estar acompañada siempre de un cierto grado de desigualdad, porque, por definición, no es posible que todo el mundo sea libre de la misma manera.

El muro de Berlín simbolizaba este dilema, este juego de suma cero aparentemente inescapable que es la relación entre igualdad y libertad. Por otra parte, como toda obra pública política, el Muro era una paradoja: lo erigieron para proteger y blindar el proyecto socialista de la RDA, pero se puso espontáneamente al servicio del bloque contrario tan pronto como la gente empezó a saltarlo en una especie de referendo simbólico, ilegal y peligroso -costó la vida a 140 personas-, que el Oeste ganó de calle porque todos saltaron en una sola dirección.

De toda la extensión del Muro, el lugar más famoso era, quizás, Checkpoint Charlie, el puesto de control que tenía el ejército norteamericano en la Friedrichstrasse. Allí, un cartel en inglés, ruso, francés y alemán anunciaba que estabas «abandonando el sector americano» en el mismo tono solemne de aquel rótulo que Dante vio a la entrada del infierno y que decía «abandonad toda esperanza». Checkpoint Charlie era la puerta del castillo de Kafka que separaba dos mitades de la humanidad, dos conceptos radicalmente opuestos sobre la naturaleza humana, dos bandos en guerra que se amenazaban con el exterminio nuclear y que, de vez en cuando, con vergüenza, se intercambiaban allí sus espías.

Como todo el que ha estado en Berlín después de la caída del Muro, yo también tengo mi foto en Checkpoint Charlie, junto al famoso cartel multilingüe. Pasé una mañana sentado enfrente, en el Café Adler, mirando ese fragmento de arqueología política: la pequeña caseta de madera protegida por sacos terreros que, como la nave de doctor Who, parecía lista para llevarte en un viaje en el tiempo y en el espacio ideológico. Ya entonces era una atracción turística que inspiraba más ironía que respeto. Hace dos años el Ayuntamiento de Berlín quiso recalificar ya directamente toda la zona como centro comercial, con un Hard Rock Café en el lado soviético y un pequeño museo de la guerra fría bajo tierra, la metáfora perfecta del deseo de olvidar.

Las protestas obligaron a abandonar el proyecto; pero la economía informal ya lo había convertido en una zona comercial de todos modos. Junto al cartel políglota, donde hay por cierto una señal que te dirige al Kentucky Fried Chicken, unos tipos vestidos con uniformes norteamericanos de los sesenta cobraban a los turistas por hacerse fotos con ellos, sin permiso municipal, en ocasiones acosando y amenazando a los que se negaban a pagar. A cuatro euros por selfie, estos espabilados ganaban hasta 5.000 al día. La semana pasada, la policía los echó del sitio, lo que ha terminado siendo lo más significativo de este treinta aniversario del muro de Berlín. 

Ahora que lo pienso, al menos en Checkpoint Charlie sí se produjo aquella fusión de los dos sistemas con la que soñábamos algunos cuando éramos jóvenes: por una parte, la mercantilización de todo, y por otra la amenaza de violencia y el mercado negro. Claro que no era así como lo habíamos imaginado.