A propósito del mecenazgo

Isabel Peñalosa FIRMA INVITADA

OPINIÓN

Lavandeira jr

01 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

De acuerdo con los datos de la Asociación Española de Fundaciones (AEF), el perfil del donante en España es el de un trabajador o profesional de entre 55 y 59 años, con unos ingresos comprendidos entre 30.000 y 60.000 euros anuales, cuyo promedio de donación ronda los 200 euros anuales. Si miramos a las empresas, encontramos que el mayor número de las que realizan donaciones se encuentra en el tramo comprendido entre los 1,5 y 6 millones de euros de ingresos -aunque la horquilla con mayores importes deducidos es el de las que se sitúan por encima de los 180 millones- siendo la donación media anual de 24.000 euros.

A falta de los datos más recientes -el impacto que la reforma fiscal haya tenido sobre el micromecenazgo entre ellos- de medias, promedios y medianas, y aunque se observa una tendencia creciente de las donaciones a entidades sin fines de lucro en nuestro país, parece claro que la filantropía tiene aún recorrido. ¿Por qué, entonces, cuando se realizan donaciones con una cierta trascendencia social, llueven las críticas?

Con frecuencia se habla, a propósito de las donaciones realizadas por empresas y ciudadanos, de las deducciones fiscales que van a obtenerse. Estas deducciones o compensación de los impuestos pagados por ingresar la cantidad que luego se dona, existen en todos los países de nuestro entorno y su fundamento reside, cabe recordarlo, en que esos recursos dedicados a fines de interés general representan un ahorro para el Estado que, de otra forma, debería destinar una cantidad equivalente a la de la donación para atender esos fines y a esos beneficiarios. En cualquier caso, es obvio que, aun con deducciones fiscales, lo que está aportando el donante es más de lo que haría vía impuesto si no hubiera realizado la donación.

Pero a veces las críticas, sin cuestionar en absoluto la utilidad y la oportunidad de dichas donaciones, van mucho más allá y ponen en duda, sin más, el - «auténtico»- carácter altruista de aquellas, añadiendo así un cierto halo, casi misterioso, al acto de donar. Se cuestionan las repercusiones más o menos objetivas de las donaciones, como el incremento de la reputación del donante, o razones puramente subjetivas y que solo deben concernir al individuo y quedar en su esfera, como la vanidad.

Probablemente lo que ponen de manifiesto muchas de las críticas, legítimas, tiene más de desconfianza atávica hacia la iniciativa privada, más aún, a lo que la ley de mecenazgo de 1994 denominó y reconoció, hace ya más de veinte años, como “participación privada en actividades de interés general”. Lo que en la actualidad no nos cansamos de calificar como colaboración público-privada.

Se critican los incentivos fiscales porque, aunque sumados a la donación representan más recursos dedicados a actividades sociales, culturales, de investigación, o de otro tipo, son unos fines o servicios que quedan fuera del control de lo público. Y ello a pesar de que se realicen a través de fundaciones supervisadas y asociaciones de utilidad pública, o a través de las propias administraciones públicas.

Una ley de mecenazgo no tiene ni debería tener como objetivo que lo público se retraiga, menos aún que la educación, la sanidad o la investigación deje de ser atendida con impuestos. Las becas públicas deben existir, pero ¿por qué no las privadas? Nadie está en condiciones de afirmar que la filantropía sea o pueda llegar a ser la causante de los recortes públicos. El objetivo de una ley de mecenazgo debe ser reconocer la iniciativa privada, voluntaria, que puede contribuir, legítimamente, a la consecución de objetivos de interés general. Dicho de otro modo, el interés general no puede ser monopolio de las instituciones públicas. Lo reconoce nuestra Constitución en el artículo 34, al incorporar como singularidad propia «el derecho de fundación para fines de interés general», entre los derechos y deberes de los ciudadanos.

Una ley de mecenazgo debería lograr, con los matices que se quiera, que la iniciativa privada y la colaboración de los ciudadanos en la consecución del interés general, en distintas formas, no se arredre, y dotar a estas actuaciones de la seguridad jurídica necesaria, de la que a veces no disfrutan. Una ley de mecenazgo va unida, necesariamente, a un sistema de supervisión, equilibrado, alejado de intervencionismos, pero eficaz, de las entidades sin fines de lucro que coadyuvan a la consecución de esos fines de interés general.

Reducir esa desconfianza es tarea también de fundaciones y asociaciones. Contar lo que hacen, ser transparentes, profesionales, eficaces, responsables. Pero reconocer el valor social y legitimar actuaciones colectivas e individuales cuyo fundamento reside en el altruismo es una tarea importante que nos concierne a todos, instituciones incluidas.

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