Talleyrand, las gallinas y los gallos

Roberto Blanco Valdés
roberto l. blanco valdés LA TIRA DE EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

08 sep 2019 . Actualizado a las 10:05 h.

Desconozco si Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, que se ocupó de tantas cosas a lo largo de una prolongada y fructífera existencia, lo hizo también, en algún momento, de la cría de gallos y gallinas. Pero no es esa la cuestión. Luego verán. 

La cuestión es que en un vídeo que, con razón, se ha hecho viral, unas jóvenes autodefinidas como «antiespecistas, transfeministas y libertarias» denuncian la violación de las gallinas por los gallos. Según sus palabras literales: «Separamos a los gallos de las gallinas porque, efectivamente, y este tema ha sido muy polémico, los gallos violan a las gallinas. ¿Por qué decimos violación? Pues porque no queremos utilizar palabras diferentes para humanes y no humanes ya que nosotres no hacemos distinción entre especies. El acto de la monta es muy violenta (sic) y las gallinas huyen, intentan huir, y son heridas a veces de gravedad. Por lo tanto, no es un acto consentido».

Aunque el precedente razonamiento (sé que el término es exagerado) puede tomarse sencillamente a chirigota -esa ha sido, de hecho, la reacción mayoritaria, que ha provocado en las redes sociales y en los medios de comunicación-, lo cierto es que la idea central que en él se expresa merece, en serio, alguna reflexión.

La defensa de los animales o, si se prefiere, la denuncia del maltrato que sufren tantas veces, no puede partir de la confusión entre humanos y no humanos sino de todo lo contrario. Los animales deben ser bien tratados por los humanos, no porque sean como nosotros (lo que constituye una obvia estupidez) sino, a pesar de no serlo, porque el maltrato animal expresa a estas alturas de la civilización una forma de brutalidad que choca con la conciencia que hemos adquirido sobre lo que es justo e injusto. Pero el propio concepto de maltrato exige, en todo caso, una relación entre humano y animal. Entre animales (sean gallos y gallinas, o leones y gacelas) no existen más relaciones que las que vienen marcadas por su propia naturaleza y tratar de humanizarlas supone una monstruosidad que solo puede conducir al desvarío.

Recuerdo haber leído hace años un maravilloso artículo de Gabriel García Márquez en el que relataba cómo un niño había sido devorado por un oso en un zoo de Nueva York tras haberse metido, incomprensiblemente, en la zona reservada a los plantígrados. El niño, contaba Márquez, quizá creyó que los osos de verdad eran como los osos de peluche. Y concluía: debemos enseñar a los niños a respetar a los animales no porque todos sean mansos y amorosos, sino porque merecen respeto incluso cuando son fieros y salvajes.

Seguro que creyendo honestamente lo contrario, nuestras disparatadas defensoras de la libertad sexual de las gallinas frente a los gallos hacen un flaco favor al movimiento animalista, que tanto ha luchado en España en contra del maltrato a los animales, porque, como (ahora, sí) Talleyrand escribió un día, «todo lo exagerado es insignificante».