Tormenta de verano

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

01 sep 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

En el mar, las olas bajas y numerosas iban coronadas de un penacho blanco, lo que en Cantabria llaman «trapalón». Es el producto del viento del nordeste, que allí es un aire lento y concienzudo. Sin embargo, la oscurina del cielo era como un techo de palacio barroco, un rompimiento al que solo faltaba un coro celestial cantando en falsete, una aparición o la voz de soprano de las valkirias. No me extraña que los cántabros, a este cielo fusco, le llamen «ceño», porque es exactamente como una frente arrugada de preocupación.

Me hubiese gustado ser pintor para pintarlo al óleo, porque entonces no habría más que decir. Les envidio, a los pintores, que no tienen que contar una historia, sino que les basta con retratar una atmósfera. El caso es que estaba claro que se avecinaba una tormenta en el cielo azorrado. Todos los que padecemos migraña crónica sabemos cuándo llega una, no hay barómetro más preciso que el dolor. Pero los indicios estaban por todas partes. Temblaban en el agua las barcas de colores. La Punta del Caballo, con sus piedras de reflejos dorados, empezaba a relinchar al viento cambiante. Más allá, la punta de la playa de Laredo señalaba con su índice afilado a Santoña de las anchoas, blanca y roja, que se había oscurecido de repente, velada por la humedad del aire.

Además, era la hora. La tormenta es el más puntual de los accidentes climatológicos, y se suele presentar en toda la Península a media tarde, como si se dispusiese a tomar el té o ir a los toros. Finalmente, descargó, precedida por el trueno, seguida del restallido del aparato eléctrico, los relámpagos que se elevaban desde el suelo en forma de varillas de paraguas, con la luz densa y lechosa del neón y la brusquedad de una lámpara de magnesio. Empezó a jarrear, redundante, sobre el mar. Pocas cosas hay más impresionantes que ver llover con fuerza. Supongo que es algo que despierta en nosotros el instinto de destrucción purificadora, el vértigo del cataclismo, la vieja idea de bendición, el temor telúrico y lejano de la inundación que está en los mitos de muchas culturas.

La tormenta de verano es el ruido que hacen las vacaciones el terminar, un electroshock que el cielo le propina al mundo para que vuelva a espabilar. Es como una mesa que se recoge después de una fiesta tirando del mantel. Cuando es intensa, la tormenta es un anticipo manejable del fin del mundo, el primer espectáculo de luz y sonido que ha existido, y todavía el mejor, con sus cien rayos que caen en la tierra cada segundo en todo el planeta.

Dejó de llover bruscamente. Se habla de la calma que precede a la tormenta, pero la calma verdaderamente impresionante es la que le sigue. El mar cambió de color. Santoña, a lo lejos, volvió a hacerse visible como por un milagro. Y por todo el pueblo se extendió ese aroma que sigue a la tormenta de verano. Forma parte de ese catálogo de clásico de olores proustianos, los que nos retrotraen a algún lugar de la infancia donde los conocimos por primera vez: el pan recién horneado; la lavanda que ponían nuestras abuelas en los armarios; la hierba recién cortada en un parque; el a medias putrefacto y a medias fragante olor de la playa orlada de algas; el de la gasolina… Ese aroma de la tormenta de verano, por supuesto, tiene su explicación científica: lo desprenden las bacterias que residen en la tierra al mojarlas el agua. Y, sin embargo, es también atávico. Siempre pienso que es así como debió oler la primera mañana del mundo.

Como decía, envidio a los pintores. Ellos no tienen que contar una historia. Les basta con evocar una imagen.