«Bella ciao»

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

GUGLIELMO MANGIAPANE

22 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Los náufragos rescatados por el Open Arms bajaron a tierra entonando el Bella Ciao: la hermosa canción popular italiana transformada en himno por los partisanos que combatían a Mussolini y sus aliados nazis. Quiero ver el gesto como un homenaje a Luigi Patronaggio, el fiscal de Agrigento, Sicilia, que ordenó el desembarco inmediato de «los condenados de la tierra», por decirlo con palabras de Franz Fanon. El hombre que puso fin al secuestro de seres humanos durante veinte largos días, como medida humanitaria y preventiva antes de que los tribunales decidan el tipo de delito y quiénes son los responsables. El partisano que se enfrenta al neofascismo encarnado por Matteo Salvini y sus satélites y lanza un grito de dignidad en esta Europa nuestra, cuna de la libertad y de los derechos humanos, que ha extraviado su rumbo.

 A nuestros políticos debería caerles la corbata de vergüenza. Incluso los gobiernos que se dicen progresistas y preocupados por el auge del fascismo tratan de frenar al monstruo de forma bien curiosa: asumiendo paulatinamente sus tesis xenófobas y su electoralmente rentable discurso inmigratorio. Pero en estos veinte días de infamia, la Unión Europea ha traspasado la raya de la decencia, al anteponer estrechos y mezquinos intereses al salvamento de un centenar de vidas humanas.

Imaginemos, para entendernos, que un barco pesquero avista un náufrago en alta mar. Nadie duda, al menos en esta Galicia deitada rente ó mar, sobre cuál sería la inmediata reacción de nuestros marineros: izarlo a cubierta y ponerlo a salvo. Pero no fue eso lo que hizo el rutilante buque insignia de Europa. Sus tripulantes se enzarzaron en una de sus bizantinas discusiones. Unos sostenían que no les correspondía a ellos rescatar náufragos y que, además, como adujo la vicepresidenta española, el pesquero no estaba autorizado para labores de salvamento. Otros alegaban que no convenía indisponerse con Italia, siguiendo el modelo contemporizador de Chamberlain con Hitler. Los de aquí planteaban una cuestión crucial de intendencia: quién alojará después al náufrago en su casa. Los de allá esgrimían el «efecto llamada» para justificar la inacción: si salvamos a este, el mar se poblará de náufragos y nuestro buque no tiene capacidad para acogerlos. No faltó incluso quien abogase por abandonar al pobre hombre a su suerte, puesto que todo respondía a una maniobra de las mafias y las oenegés para cargarse el buque europeo. O quien advirtiese que la cara sonrosada del náufrago sobre el tablón a la deriva denotaba claramente que estaba «bien comido» como el usuario de un yate.

Menos mal que, en una isla italiana, aún quedaban rescoldos de los principios que presidieron la fundación de Europa. Primero, un tribunal que rompió el cerrojo de Salvini y autorizó al Open Arms a penetrar en aguas italianas. Y después, un fiscal partisano que percibió indicios de secuestro, visitó la celda flotante para determinar la emergencia y ordenó el desembarco de los rehenes en Lampedusa. O bella ciao, bella ciao...