El latín de los pájaros

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

El canto de la alondra es un continuo de notas altas y bajas que recuerda a un telégrafo o a un robot de las películas de los años cincuenta

28 abr 2019 . Actualizado a las 16:09 h.

Cuando era estudiante me intrigaban esas inmortales líneas de Shakespeare en las que Romeo y Julieta discuten sobre si lo que oyen a través de la ventana es la alondra o el ruiseñor. Se entiende la importancia de la cuestión. Es la primera (y última) noche de amor de los dos adolescentes, y Romeo tiene que salir corriendo para evitar una condena por asesinato. Julieta, que quiere seguir dale que te pego, se hace la tonta e insiste en que lo que oyen es el ruiseñor, que a veces canta por la noche. Romeo, que solo quiere vestirse y salir corriendo, le replica que es la alondra, «mensajera de la mañana» («It was the lark, herald of the morn. No nightingale»). Lo que me intrigaba a mí era cómo se podía confundir a esas dos aves. El canto de la alondra es un continuo de notas altas y bajas, que me recuerda a un telégrafo o a un robot de las películas de los años cincuenta. En cambio, el ruiseñor, que he oído poco porque es escaso en la mitad norte de Galicia, avisa que va a cantar con cinco pitidos que son como las señales horarias o como si se aclarase la garganta, y va in crescendo, como un tenor italiano en un finale estruendoso, hasta acabar bruscamente con un chasquido, como diciendo «ahí queda eso». Pero, evidentemente, no es que los desgraciados amantes los confundiesen, sino que no querían oírlos. 

En un hermoso poema en occitano, el trovador Guillermo de Aquitania describía como, al llegar la primavera, los pájaros llenan el aire «chanton chascus en lor lati», cantando cada uno en su latín. Y eso es lo que ocurre estos días, cuando ya más o menos van llegando de África los pájaros que faltaron durante el inverno, cuando todo lo que se oye en la ciudad son los chíos de los gorriones, y para eso solamente los artificiales de los semáforos, que están más o menos inspirados en su canto. No soy experto, pero me gusta reconocer esos distintos «latines» de las aves, en la medida en que puedo.

Estoy muy acostumbrado al mirlo, porque los tengo en mi patio, así que reconozco bien su canto, que en gallego se llama, con precisión onomatopéyica, arrechouchío. También reconozco al estornino, que parece que está sintonizando un transistor de los de antes, y que hace variaciones sobre temas que copia de otros pájaros, como un cantor de jazz. Y el arrullo de la paloma bravía, que me ayudaba a conciliar el sueño de niño cuando dormía en nuestra casa de Meira bajo el palomar. Y el ulular bisílabo del cuco, el trisílabo de la tórtola turca o el pentasílabo de la paloma torcaz. O el zorzal, que canta exactamente en la misma escala de los compositores clásicos. O el pinzón, que tiene acentos regionales, y puede uno decir «este es asturiano, aquel es castellano».

A mi hijo, que es pequeño, pude convencerle de que incluso soy capaz entender lo que dicen los pájaros. Fue un error. Ahora los mira con desconfianza, como chivatos que pueden irse de la lengua y soplarme lo que hace en el colegio. El «me lo dijo un pajarito», si bien se mira, es inquietante y orwelliano. Así que he tenido que prometerle que algún día le enseñaré a él también «el inglés de los pajaritos». Porque para él todas las lenguas salvo la suya son «inglés», igual que para Guillermo El Trovador todas las lenguas eran latín.

Serán las del alba, y oigo un canto de pájaro, lejano. ¿Será la alondra o será el ruiseñor? En la ciudad no son las aves canoras quienes llevan cuenta del paso del tiempo. En seguida pasa el camión del reciclaje, con ese ruido infernal sin el que, por lo visto, no es posible salvar el medio ambiente. Si Julieta hubiese oído ese estruendo aquella mañana en Verona, no habría tenido duda. El día comienza.