El brusco final de la jugada

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

El vicepresidente del Govern i conseller de Economía, Pere Aragonès y la consellera de la Presidencia y portavoz del Govern, Elsa Artadi
El vicepresidente del Govern i conseller de Economía, Pere Aragonès y la consellera de la Presidencia y portavoz del Govern, Elsa Artadi Toni Albir | efe

08 feb 2019 . Actualizado a las 05:05 h.

Algún día conoceremos la verdad exacta de lo ocurrido. Hoy tenemos la verdad oficial. Los independentistas rechazaron el documento para el diálogo que les entregó el Gobierno central y no hubo segunda oportunidad: se rompió este intento de negociar. Con él caen la mesa de partidos y el relator, que tanto revuelo levantó. Es el segundo fracaso de la operación diálogo que ya conocíamos como «desinflamación». El primero fue el intentado por Soraya Sáenz de Santamaría, que no llegó siquiera a formalizarse ni en una mesa ni en ningún tipo de contacto noticioso. La pelota vuelve a su punto de partida y lo único que sorprende es la rapidez con que se produjo todo: en el brevísimo plazo de los días hábiles de una semana asistimos a la proclamación de las más arriesgadas intenciones, al tensionamiento feroz de la política, a la crispación de más altos niveles y al desmoronamiento del proyecto.

Con lo cual, hay que hacerse dos preguntas: por qué el Gobierno presentó una oferta tan lejana al sueño independentista y por qué se rompió sin hacer un nuevo intento. Este cronista entiende sinceramente que Pedro Sánchez jamás pensó en poner sobre la mesa la autodeterminación, aunque la propaganda conservadora lo haya acusado de felonía. Dejó que la pusieran los independentistas, en la esperanza de que llegasen a entender que no era posible ni un referendo ni, mucho menos, un planteamiento directo de independencia. Y todo lo torció el maldito relator, que fue entendido como una concesión innoble al secesionismo.

A partir de ahí, el vértigo. Sánchez se sintió acorralado por la opinión pública y la publicada. No pudo soportar la interpretación de que estaba dispuesto a romper España por su ambición de poder. Probablemente recibió avisos del terreno minado en el que se había metido. Sintió pánico ante la posible ruptura del Partido Socialista por su culpa. Le llegaron los comentarios que decían que estaba cavando su tumba y elevando al poder a la derecha. Seguramente quiso echar agua sobre esa ola de fervor nacionalista contra él que se preparaba para la manifestación de mañana. Y se sintió atrapado en la celada de los independentistas que funcionan al grito de «ni un paso atrás».

Ahora se abre un intrigante capítulo a tres días del juicio del procès y del debate de Presupuestos. De golpe ha cambiado el escenario. Ya puede pasar todo: las protestas contra la Justicia, el rechazo a las cuentas públicas, la soledad del Gobierno y la caída. Y esta semana de vértigo deja una amarguísima lección: no es posible el diálogo si uno tiene la obligación legal y moral de defender la unidad de España, pero el otro no se apea de la autodeterminación. Y eso es exactamente lo que ocurrió.