Sobre el rebrote de los extremismos

Xosé Luis Barreiro Rivas
Xosé Luis Barreiro Rivas A TORRE VIXÍA

OPINIÓN

LLUIS GENE | afp

01 dic 2018 . Actualizado a las 09:39 h.

Aunque las democracias avanzadas solo están preocupadas por la extrema derecha, se puede extender esta reflexión a todos los extremismos, para explicar el extraño hecho de que, cuando nos creíamos mejor instalados en la cuarta ola de la democratización, y sin solución de continuidad, empezamos a sentir la amenaza que pesa sobre nuestra libertad y nuestro bienestar, y sobre la ansiada paz perpetua que creíamos haber heredado de las experiencias bélicas del inmediato pasado. Si comparamos la situación actual con la primera mitad del siglo XX, es evidente que la extrema derecha no es tan poderosa ni tan extrema como a veces nos dicen, y que la posibilidad de que controle el Estado, mediante el infernal manejo de la violencia y la democracia que caracterizó a las dictaduras de hace un siglo, es casi despreciable. Pero si usamos otro baremo, y, en vez de mirar hacia las dictaduras fascistas o comunistas, analizamos la posibilidad de que el caos político se instale en nuestras democracias, ya nos vemos metidos de hoz y coz en el problema, y ante la terrible perspectiva de que el bloqueo de la gobernabilidad acabe justificando el recurso a los cirujanos de hierro.

Creer que la descalificación de los extremos es suficiente para que los votantes refuercen otras formas más amables de hacer política, es un craso error. Porque la gente no se echa en brazos de los extremistas por creer en ellos, sino porque los considera elementos correctores -muchos medicamentos funcionan por su toxicidad calculada- de la mala salud del sistema democrático. Los ciudadanos no se alejan del orden democrático por sus fracasos garrafales -crisis, corrupción, desigualdad-, sino porque muchos políticos, incapaces de entender ese orden en su conjunto, empiezan a improvisar respuestas sintomáticas, que, en vez de mejorar la salud integral del enfermo, desarticulan el sistema, contradicen su lógica, y debilitan los equilibrios intrínsecos a la gobernación democrática.

El coqueteo con los extremos siempre empieza por el intento de llamar la atención sobre el debilitamiento de principios, hábitos o valores que son sacrificados para dar respuestas cortoplacistas o populistas a los problemas de la sociedad.

Y su peligro no está en la decisión de administrarnos medicamentos tóxicos, sino en la posibilidad de que, operando con diagnósticos equivocados, acabemos derivando a los buenos ciudadanos hacia curanderos irresponsables que, bajo el señuelo de alivios momentáneos, consiguen que sea peor el remedio que la enfermedad.

Si usted mira el grave y sutil desorden que se extiende por España, entenderá por qué hay gente que, en defensa de su modelo de vida, está dispuesta a tomar bebedizos muy tóxicos.

También entenderá que la solución no está en explicarle al paciente que la medicina tiene contraindicaciones -¡porque eso ya lo sabe!-, sino en frenar el deterioro político que, tras distanciar a los enfermos de los médicos, los deja a merced de las terapias alternativas.