El líder que mató al partido

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

JOHN THYS | Afp

05 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Si no recuerdo mal, hubo alguna elección autonómica en Galicia donde las siglas del PP aparecían desvanecidas en los carteles. Por lo menos, eso veían los enviados especiales. La personalidad del candidato, Alberto Núñez Feijoo, era más fuerte que la identidad del partido y se alzó con varias mayorías absolutas. Esa tendencia a primar al líder sobre la fuerza en la que milita se fue extendiendo. Es una consecuencia directa del personalismo de la política: el partido tiende a convertirse en un puro contenedor, muchas veces puramente administrativo, y el líder ocupa su espacio, hasta el punto de anularlo como referencia. Si hay hiperliderazgo, como en el caso de Puigdemont, las siglas pueden incluso desaparecer: da igual que sean Convergència, PDECat o la Crida, que es lo que viene, todo depende de Puigdemont. El fraguismo, el aznarismo, el pujolismo, el felipismo, incluso el zapaterismo, sirven más para identificar una época que todo lo que los respectivos partidos hicieron en cada una de esas etapas.

Con Berlusconi en Italia se ha llegado al máximo. Poca gente recuerda cuál era el partido que lo llevó a la presidencia. Donald Trump, en Estados Unidos, tiene tanta fuerza que sus votantes se identifican más con él que con el Partido Republicano. En Francia, Emmanuel Macron llegó a la presidencia de la República sin un partido detrás. Y ahora preparémonos para lo que viene: en las elecciones municipales de Madrid veremos que hay fuerzas políticas que se agrupan en torno a Manuela Carmena, que se quiere presentar sin decir que pertenece a un partido, sino que forma una variopinta agrupación de electores. Y en Barcelona ocurre algo parecido. Manuel Valls se presenta amparado exclusivamente en su nombre y, si Ciudadanos lo quiere como su candidato, se tiene que adherir a él, no al revés.

Algo está pasando en la vida política y posiblemente sea esto: la persona física es más transversal que el partido y tiene más posibilidades de atraer a electores no militantes. Los partidos, en cambio, empiezan a ser excluyentes. Provocan más rechazo, porque llevan más historia acumulada. Son más endogámicos. Premian más la ideología y la identificación con los intereses de grupo que la persona individual. Y, al fin y al cabo, acaban siendo lo que es su líder, lo que dice su líder y con los equipos de leales que su líder decide nombrar. Quizá esa sea la parte más visible de la crisis de representación que sufrimos. Quizá estemos ante un tsunami que se podría titular «el líder mató al partido». En Italia, por ejemplo, nadie se acuerda de que hace nada la contienda electoral se dirimía entre en la Democracia Cristiana y el PCI. Hoy no queda ninguno. Berlusconi los empezó a matar.