No se vio libre para hacer otra cosa

OPINIÓN

Paco Rodríguez

19 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Después de una vida meditando sobre la libertad, y estudiando todas las definiciones filosóficas de tan complejo concepto, el profesor Muñoz, catedrático de Psicología Filosófica de la Universidad de Comillas, le regaló al mundo -aunque solo la recordemos cuatro nostálgicos- esta sencilla definición: «Libertad es la capacidad de hacer o no hacer». Muñoz era -caso extraño entre los jesuitas- un conservador rotundo, elitista e independiente, pero en modo alguno carca. Conectaba directamente con Joseph de Maistre y Louis de Bonald, que en su día se empeñaron en zurcir -prematuramente- la rasgadura moral, histórica y religiosa que había producido la Revolución Francesa en Europa. Eran tradicionalistas -y muy católicos-, pero tenían una potencia intelectual fuera de toda duda. Y escribían como ángeles -aunque Muñoz solía hacerlo en latín-, de manera que, ni siquiera en el Mayo del 68, cuando yo escuchaba su florida retórica, estaban fuera de lugar.

Gracias a Muñoz -y a la memoria que tengo- deduje que Feijoo se quedó en Galicia porque tenía mucha libertad «de hacer», y ninguna para «no hacer». Tenía, en efecto, la gran «capacidad de hacer» que los ciudadanos interpretamos como poder, y que en esencia consistía en la posibilidad de provocar un seísmo en Galicia, al desvestir un santo para vestir otro, y un gran terremoto en Madrid, al enfrentarse a una burocracia partidaria que, aunque podía ser vencida por el empuje de quien sobrevoló la crisis desde sus mayorías absolutas, en modo alguno iba a ser indiferente a un enroque protagonizado por un líder periférico que dejaría descolocada a una jerarquía partidaria muy profesionalizada y dependiente del poder, que, aunque tuviese que tragar a la fuerza a otro gallego, no dejaría de formar las mil taifas y celadas que suelen generar las elecciones primarias.

Feijoo tenía capacidad para conquistar el poder de Madrid en una operación de largo recorrido, en la que todos pudiesen distinguir el liderazgo de las intrigas, y el proyecto de futuro de las ambiciones personales. Pero no pudo ejercer esa opción, porque ni la celeridad con la que se convocó el congreso, ni la apuesta de Rajoy por una exquisita neutralidad, le permitieron evitar lo que serían un despegue precipitado que fuese seguido por aterrizaje de emergencia. Y fue despojado de su libertad de acción por una acumulación de los riesgos.

Yo sabía -y así lo escribí- que Feijoo ya no tenía la ambición de ir a Madrid, aunque, mientras pudo creer que el sacrificio de emigrar a Madrid beneficiaría al PP, mantuvo sus opciones. Pero tanto sus correligionarios, como los que estaban destinados a ser su fieros adversarios, le fueron abriendo las puertas de lo que podía hacer, mientras le reducían a cero lo que podía «no hacer». Y de todos es sabido que, cuando todo está determinado, no hacen falta estrategas, y que una justa entre Soraya y Cospedal puede vender más entradas que un recital de Feijoo.