Comer en gallego

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

10 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El idioma no es el culpable. La melancolía o ese enfermedad atávica de la nostalgia excesiva y mantenida por quienes ejercemos la galleguidad desde la diáspora está en el secreto de un comportamiento difícilmente justificable. Con frecuencia secuencial acudo a comer, a almorzar a restaurantes gallegos. Acudo en busca de un sabor que quedó registrado en mi ADN, voy a encontrarme con una suerte de ailalelo gastronómico, para satisfacer a mis papilas gustativas educadas en una tradición que viene del norte. Por militancia con la tierra he comido en numerosos restaurantes gallegos de distintas ciudades españolas y de Europa adiante. En los últimos treinta años no he dejado de asistir al restaurante de Frankfurt donde mi amigo griego y su mujer gallega, de As Neves, gobiernan los fogones. Beber una cerveza 1906 de La Estrella, fuera de España, te devuelve una memoria precisa de tu identidad a la vez que alegra la conversación y fortalece los recuerdos. En Madrid, mi ciudad de residencia, frecuento las casa de comidas gallegas, donde existe un copyright que lleva en su enseña que los gallegos somos lo que comemos. Desde los almuerzos, digamos que ordinarios, a las comidas solemnes de la temporada de lamprea, con la que nos obsequia Melquíades o Manolo Combarro, reiterando una forma de entender la vida con Galicia como santo y seña. Hace muchos años, -de todo hace muchos años ya- entendí que nabo, nabiza y grelo era todo un. Más tarde descubrí que aquella Santísima Trinidad se había convertido en tortilla de Betanzos, empanada y el producto de la nueva Galicia más universal, que no es otro que el pulpo guisado a la manera de á feira. Cuando me dejo llevar por uno de mis periódicos ataques de saudade, procuro recuperarme, al menos una vez a la semana, con ese antídoto, con ese triduo que riego con un godello amable, en Ocafú o en su casa madre A Penela, trasladados de A Coruña para nutrir a la numerosa población gallega de origen, que habitamos este viejo poblachón llamado Madrid. Escribo este articulo cuando aun no hice la digestión. Hoy, un día, llevado por un nostalgia de una pre-primavera nublada y un tanto triste, me vine arriba, después de comer a la gallega. Tras comer en gallego, en uno de ese centenar de restaurantes de galiciano de origen que hay en Madrid. El almuerzo fue amable y con amigos muy queridos y he pensado, siguiendo a mi maestro Alonso Quijano, que es menester gozar de una buena pitanza para reconfortar cuerpo y espíritu. Los gallegos que vivimos a trasmano de Pedrafita o del Padornelo somos la parroquia mas fiel y leal de la coquinaria gallega, mariscos aparte, que esas son palabras mayores y es bien sabido, de viejo, que Madrid es la mejor plaza de los pescados y mariscos de Galicia. No se, pero me pedía el cuerpo compartir con ustedes mi almuerzo a la vez que reivindico que comer en Galicia no es concepto territorial. Almorzando en Madrid y escuchando una conversación frutal y añorante de viajeros que vuelven de la tierra, es un placer incomparable. Que nos aproveche. Esto es, se lo aseguro, y disculpen la errática expresión, comer en gallego.