
Tras anunciar el Gobierno que tratará de asegurar la presencia del castellano en la enseñanza en Cataluña, los que allí y fuera de allí defienden el sistema autoritario de inmersión han salido en tromba a acusar al ejecutivo de provocar, violar la ley y romper el supuesto consenso lingüístico que existiría socialmente. Empezando por lo último, la falsedad de ese cacareado consenso es evidente. Basta recordar que el partido que más ha criticado la inmersión (Ciudadanos) ha sido el más votado en las últimas elecciones autonómicas. Porque una cosa es el consenso y otra el miedo. Y lo que ha habido en Cataluña hasta que la locura secesionista sacó de su casa a cientos de miles de personas ha sido un explicable pavor social frente quienes tachan de traidor y mal catalán a todo el que osa discrepar del credo nacionalista, cuyo primer mandamiento es que en Cataluña hay una lengua propia y otra extranjera que hay que exterminar. Tal es el objetivo de la inmersión, aunque su eficacia aniquiladora haya sido mucho menor de la que previeron los impulsores de uno de los procesos más escandalosos y autoritarios de ingeniería social con los que convive desde hace años la Europa democrática.
En cuanto a la acusación de que poner fin a la inmersión sería violar la ley resulta, antes que nada, pintoresca en boca de quienes no se ha parado en barras a la hora de pasarse la Constitución, las leyes y las sentencias por el arco del triunfo. Y en boca de unas instituciones nacionalistas que en materia lingüística llevan años incumpliendo su propia normativa y desobedecido las sentencias que las obligan a acatarla. Veremos qué hace el Gobierno y sabremos entonces si se ha pasado, en cuyo caso el parlamento catalán podrá acudir al TCE. Ese al que lleva meses tomando por el pito del sereno. Pero la acusación más cínica y atrabiliaria de los inmersionistas es su proclama de que intentar asegurar la libertad personal y la cooficialidad lingüística establecida en la Constitución supone una provocación intolerable. Tal técnica de despiste es conocida: la del futbolista que le zosca al contrario en la canilla y se tira luego al suelo quejándose de un dolor insoportable. Hablemos claro: en Cataluña no ha habido ni hay más provocación que la de quienes han cometido el atropello social de hacer del castellano una lengua extranjera en la vida oficial, empezando por la enseñanza, donde no es lengua de estudio sino lengua que se estudia, aunque ¡con menos presencia que el inglés! La filosofía de fondo que explica ese dislate es la misma que justifica la delirante obligación, bajo amenaza de multa, de rotular en castellano los comercios, o la que, contra el más elemental principio de libertad, impone el catalán en otras esferas de la vida económica o social. Pues la inmersión es eso: una forma autoritaria de imponer una lengua (el catalán) y expulsar otra (el castellano) en lugar de procurar la enriquecedora convivencia de las dos.