No los mueve un sentimiento patriótico benevolente, o una inclinación emotiva exacerbada hacia sus señales «identitarias». No los mueven las ansias por construir un mundo mejor o la idea de progreso futuro de su tierra. Todo ello son sofismas que han urdido para construir su ensalmo independentista. Lo que realmente los empuja es el odio: uno de los asuntos fundamentales de la literatura. Ella se ocupa del hombre y la existencia, y el odio, aunque nos pese, va escrito con tinta negra en las instrucciones de uso de nuestra especie. No nos engañemos. El ser humano no es bueno por naturaleza. Quizá tampoco malo. Pero quien haya leído la historia, y mucho más aquellos que la hayan sufrido, sabrán de lo que hablo. Quizá por ello los verdaderos presos políticos del franquismo (y no estos señoritos catalanes que se quejan porque están duras las hamburguesas de la cárcel o hablan por vídeo conferencia desde Bruselas) obviaron escribir una Ley de Memoria Histórica, algo que no ha tenido reparos en redactar el ínclito Rodríguez Zapatero, al que apela en estos días su vástago Sánchez. Y no porque no sea necesario encontrar a los muertos, enterrar a los muertos, y que el Estado lo sufrague, sino porque su Ley lo único que pretendía desde el principio es levantar de nuevo la bandera de la palabra sobre la que hoy reflexiono: el odio. O la venganza, qué más da.
Hay que releer Los hermanos Karamazov del maestro Dostoyevski o la historia de los hermanos Vicario, Pedro y Pablo, en el asesinato de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada. Hay que volver al capitán Ahab y su travesía a bordo del Pequod tras el rastro de una ballena asesina. Hay que saber qué se escondía tras las Bodas de sangre de Federico García Lorca. El odio es la respuesta. Él ha movido la literatura tanto como el amor. No siempre ha vencido el último. Más bien lo contrario. Los finales felices son un invento de la contemporaneidad, a los que eran ajenos los realistas del siglo XIX. Es el dolor quien ha escrito la historia cierta de la mejor literatura. Pero no es de literatura de lo que hablo, sino de Cataluña, que cada vez tiene menos que ver con aquella Barcelona que nos dibujaba Mendoza en La ciudad de los prodigios, en constante evolución desde finales del XIX hasta el primer cuarto del XX, o la mágica La sombra del viento. A Barcelona, la metáfora de Cataluña, la está hundiendo el odio sembrado desde hace décadas por estos que gritan llibertat, llibertat como si ellos fueran los únicos paladines de tal virtud, y no sus enterradores.
Qué van a hacer con tanto odio, me pregunto. Qué harán con él ahora que han destruido la convivencia social. Ahora que los amigos ya no pueden hablar de política o que han quebrado afectos en virtud de una ideología de corte totalitario: conmigo o contra mí, dicen. No es una invención mía, que miro la realidad con ojos de escritor, sino sus proclamas: somos franquistas los que no pensamos como ellos. Odian a España. Nos odian, a usted o a mí. A sus hijos y los míos. En Bruselas, un títere de bufanda amarilla, hiere a España con cuchillos de odio. Esta campaña me produce repugnancia. Les ruego que, solo hoy, disculpen mi tristeza.