De vacas a peces, por estupideces

Javier Guitián
Javier Guitián EN OCASIONES VEO GRELOS

OPINIÓN

06 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En Ricobayo, en Zamora, la sequía destapa viejos fantasmas del pasado que permanecían ocultos, como los últimos restos del tren que explotó en la madrugada del 19 de octubre de 1964 en el viaducto de Martín Gil o como los pueblos desahuciados en los años 30 en nombre del progreso, como La Pueblica y San Pedro de la Nave. Donde se asentaba esta última aldea perdida han emergido paredes de las casas dibujando con precisión el trazado de unas calles por las que se puede volver a pasear más de ochenta años después de la inundación.

La antigua villa de Portomarín, en Lugo, estaba dividida por el río Miño en dos barrios. Portomarín el nuevo se creó a mediados del siglo XX en las tierras altas del monte do Cristo, en la margen derecha del río Miño, mientras que la vieja villa quedó bajo las aguas del embalse. Hoy, la sequía deja al descubierto en el embalse de Belesar el antiguo pueblo de Portomarín.

Este año, la falta de agua ha sacado a la luz muchos de los más de quinientos pueblos que permanecen bajo las aguas de los embalses construidos en la dictadura y también posteriores. Calles, casas, iglesias o viñedos nos recuerdan un pasado de vidas truncadas, proyectos sumergidos y desplazamientos forzosos. Si la pena impregna cualquier pueblo abandonado, no puedo imaginarme la sensación de que tu pueblo duerma bajo las aguas.

Cuando estos días leo en La Voz noticias sobre la aparición de pueblos sumergidos no he podido evitar recordar la destrucción del extraordinario valle de Riaño, en León, cuyo cementerio puede verse hoy. Recuerdo perfectamente el bar donde tomábamos las cervezas con los zoólogos de la Universidad de León, la tienda Casa Ulpiano o las pintadas en contra del embalse. Todavía hoy veo los paisajes extraordinarios que el agua anegó.

Según contó la prensa, el 10 de marzo de 1986 los vecinos del valle recibían las primeras cartas en las que se les invitaba a desalojar sus viviendas. Manolo Álvarez no olvidará jamás la reunión en la que su madre murió. En ella estaban citados aquellos vecinos que habían recibido la primera advertencia: tenían seis meses para dejar su hogar. «Ese día en la reunión mi madre sufrió un infarto. A mi madre se la llevó el maldito pantano». Lo que vino después es bien conocido: movilizaciones, resistencia pasiva, desmedida fuerza policial y, al final, el agua. En la desesperación un vecino se quitó la vida y otros murieron de tristeza.

Cada año los habitantes del valle celebran la fiesta del capilote que simbolizó su lucha; capilotes, la flor de la memoria. En el 87, con la sentencia firmada para Riaño y los otros ocho pueblos, los capilotes se depositaron en las puertas de las casas que nunca más se volverían a abrir. Ni la desesperanza del valle acabó con ellos. Narcisos amarillos que surgen entre la nieve si el invierno se prolonga y «a mayo le da por marcear».

En Galicia tenemos muchos motivos para celebrar una fiesta como la del capilote; deberíamos hacerlo. Basta mirar al Miño, al Limia, al Camba y a muchos otros para recordar nuestros pueblos sumergidos y las vidas que cambiaron bajo el agua. El escultor leonés Diego Segura lo expresó a la perfección en su obra dedicada al valle de Riaño: «De vacas a peces, por estupideces».