«O monte ten que arder»

enrique valero LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

23 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Tras esta desgraciada semana, como cada año, vuelven a plantearse las mismas teorías. La primera, la de las tramas organizadas. Reflexionemos: originar 300 incendios nocturnos sincronizados, requeriría una mafia ultra-secreta y geográficamente desplegada que, mediante comandos operativos de élite perfectamente coordinados, obedecieran ciegamente una orden. Este argumento ya lo tumbaron la Fiscalía y la Guardia Civil. La segunda es la majadería académica de las especies «pirófitas», o echar la culpa a los pinos y eucaliptos, como si estas especies albergaran reservorios de gasolina entre las traqueidas de su parénquima, malévolamente dispuestas a auto-incinerarse furtivamente de madrugada. Hemos tenido estos días ejemplos en Ancares, Muniellos o Xurés, donde se han calcinado bosques naturales de frondosas. Hay otras muchas teorías recurrentes, la de la recalificación del suelo, la de los oscuros intereses de las empresas madereras, la del sospechoso motorista crepuscular en apartadas pistas, etc. El dato frío (Pladiga) nos arroja una media de 3.500 incendios anuales repartidos por Galicia. Enorme problema de delincuencia sistemática, donde los montes son las víctimas.

El medio rural se encuentra en un deplorable estado de abandono, con una población residente diezmada y envejecida, sin ningún atisbo de ordenación forestal y sin expectativas de desarrollo. En ese medio persiste la certidumbre de que es conveniente y necesario que el monte se queme, o al menos subsiste una generosa permisividad con el uso del fuego. A algunos habitantes, inteligentes y bienhechores, les he oído en numerosas ocasiones argumentar que «o monte ten que arder». Esta convicción viene desde el Cuaternario. El fuego es la herramienta base en el Bierzo, Portugal, Asturias y Galicia, para luchar contra la invasión de la maleza, limpiar leiras, espantar alimañas y, sobre todo, regenerar pastos. De ahí el más de medio millón de peticiones de quemas controladas tramitadas cada año, y otras tantas ejecutadas por aldeanos que no pueden, no saben o no les da la gana de solicitarlas en la aplicación informática ad hoc. Sí, incendios intencionados, pero sin el ánimo de provocar un desastre y, mucho menos, muertos. Razón por la que siempre detienen a paisanos aislados de avanzada edad, a los que la lumbre se les ha desmandado. Los otros, los auténticos pirómanos, malnacidos y descerebrados, haylos, como en todo extracto social, afortunadamente muy escasos y marginales.

Como ya escribí en este mismo periódico, no se puede combatir, despilfarrando una incalculable cantidad de dinero en costosísimos medios de extinción, una tradición atávica de un colectivo disperso en 27.000 núcleos gallegos, en donde algunos se sienten auto-legitimados para usar una simple cerilla. Tendría más sentido lanzar sobre el terreno programas de acciones de concienciación, sensibilización y cambio de mentalidad, así como, invertir en capitalizar los montes: selvicultura, reforestación, infraestructuras de defensa, etc., para generar desarrollo inteligente.

En caso contrario, recogidas las cosechas, pronosticadas lluvias próximas y, tras larga sequía, en cuanto se atisben un par de columnas de humo en el horizonte, por simpatía e idiosincrasia, tendremos otra oleada incendiaria perfecta. Siempre empiezan igual y, en algunas ocasiones, con regular cadencia: 2006, 2011 o ahora, acaban fatal. Porque, «o monte ten que arder».

El medio rural se encuentra en un deplorable estado de abandono, con una población residente diezmada y envejecida, sin ningún atisbo de ordenación forestal