¡Es el sistema, estúpidos!

OPINIÓN

10 jun 2017 . Actualizado a las 09:46 h.

La política está tan acelerada que atasca la actualidad, por lo que resulta imposible elegir un tema para comentar. Hoy podríamos analizar, por ejemplo, la cansina matraca de Puigdemont y su referendo. O la letanía de un Gobierno que, mientras tolera el desorden constitucional y político que asola Cataluña y enrarece el Estado, nos quiere hacer creer que el punto G no está en un procés que avanza impune, sino en la anecdótica convocatoria de una consulta que está armada y rentabilizada desde el procés. También podríamos comentar el colapso del Banco Popular, el infantil chupe de cámara del TC a costa de Montoro, el trato de los británicos a las víctimas del terrorismo, la carrera emprendida por los contrapesos de la democracia americana contra Trump, o el tiro de fogueo que le salió a May por la culata. 

A esta indigestión de actualidad voy a responder buscando el común denominador de tales hechos. Porque, lejos de perder el tiempo en explicar las maniobras de regate corto, como hacen los politólogos yuppies, quiero fijarme en la crisis sistémica que padecen las democracias avanzadas, que, a base de improvisaciones y ocurrencias, está afectando a la gobernabilidad y estabilidad de los países mejor gobernados del mundo. Y para eso titulé este artículo, como hizo ayer Blanco Valdés, con una paráfrasis de James Carville: ¡Es el sistema, estúpidos!

El sistema político se asienta sobre tres componentes: la arquitectura constitucional (que solo se modifica por reformas expresas); los hábitos largamente asentados (que nunca cambian abruptamente); y la cultura política de los ciudadanos, que nos ayuda a participar y a interpretarnos dentro del sistema. Y el problema está en que, mientras los dos primeros son poco mutables, la cultura política puede experimentar cambios tormentosos que debilitan la virtualidad ordenancista y pacificadora del sistema.

Hoy, por causa de un cambio cultural profundo, no sentimos la democracia como una forma de gobernarnos, sino como una lucha sin cuartel -por el poder- entre el gobierno y la oposición, y como una rivalidad incontenida entre los poderes del Estado por canalizar la indignación social e intermediar sus imprevisibles efectos sobre la contienda electoral. El mal uso de los referendos y los adelantos electorales por Cameron y May, que tensionaron y debilitaron la UE y el Reino Unido hay que verlos en este contexto. Y lo mismo puede decirse del independentismo catalán, del tacticismo que se le opone, del populismo trumpista y de las extremas derechas europeas, de la obstrucción constante a las reformas de la UE, y de la política de zancadilla y pijadita que tan bien se alimenta de la enfermiza judicialización de la política.

El problema es que la debilidad del sistema es casi invisible hasta que se hace irreversible. Y para entonces apenas quedan remedios.