Un día, cuando todo haya terminado, podremos hacer balance y empezar el recuento de víctimas. Con calma, uno a uno, iremos identificando a los cadáveres amontonados en las cunetas. Es lo que tienen los fenómenos más adversos de la naturaleza y toda su devastadora fuerza. Algo similar sucede con la economía. En el 2008 se desató una tormenta perfecta. No supimos anticipar la magnitud del desastre y pensamos que sería una borrasca pasajera. Cuando quisimos darnos cuenta, había ya cientos de damnificados e incontables muertos. Se ha hablado de una generación perdida de jóvenes, como si se hubieran enrolado en el frente, y también de aquellos trabajadores que perdieron su puesto en la década de los cincuenta. Empleados irrecuperables y que engrosan el paro de larga duración. Todo esto, unido a una vertiginosa devaluación interna, vía salarios, empujó a la sociedad a cotas de pobreza inimaginables hace años.
En este territorio reducido a ceniza, con los economistas forenses a pleno rendimiento, hemos empezado una lenta y agónica reconstrucción; las brasas siguen humeantes, pero empiezan a levantarse algunas casas. El problema es que, lejos de construir las edificaciones con nuevos cimientos, estamos levantando muchas viviendas de paja. Todo parece ir mucho mejor, fruto de un dinamismo inducido por la confianza, así que contamos casas y casas, entusiasmados. En realidad, muchas de ellas son barracas y chabolas. Esa nueva infravivienda de hojarasca simboliza a los miles de empleos precarios, por horas, con salarios indecentes. En las estadísticas contabilizan como nuevos ocupados, pero son un espejismo en una sociedad con un grave problema de redistribución de su riqueza. Mientras normalizamos la precariedad como un paso inevitable, la realidad nos dice que el día que vuelva a soplar el viento quedarán pocas casas en pie. Así que tenemos dos opciones: o imitar a los japoneses, que construyen sus edificios para minimizar los efectos de los terremotos, o seguir un modelo de subdesarrollo y levantar un mercado laboral haitiano y de paja, que quedará en cueros al primer estornudo.