En 1973, en plena dictadura franquista, llegué por primera vez a Suecia. Aquel 5 de julio respiré asombrado en la atmósfera de la para mí desconocida libertad. No solo se podía hacer lo que se quisiera sin meterse con los demás, sino que la policía ¡lo permitía!
Volví al país una docena de veces más. Una de ellas, poco después de que Olof Palme fuera asesinado al salir del cine sin, por supuesto, escolta. Pero a aquel Estocolmo tan vinculado a mi primer viaje regresé solo en una ocasión no hace mucho. Y quedé impresionado por dos cosas: por el museo del Vasa (un barco) y por la ocupación de todo el centro (T-Centralen, Drottninggatan -donde tuvo lugar el atentado del viernes- y aledaños) por inmigrantes que se reunían en grupo, controlaban el espacio y pasaban el día en las esquinas. Y ya había inflación de policía aquí y allá, con coches aparcados. Territorio comanche que me rompió la imagen idílica de mi juventud.
La política de puertas abiertas de Suecia se inauguró acogiendo a todos los norteamericanos que desertaban de la guerra de Vietnam. Y degeneró en una mezcla extraña donde los suecos comenzaron a quejarse de que pagaban altísimos impuestos para recibir a cambio desagradecimiento.
Fuese inmigrante o no el causante del atentado de Estocolmo, en Suecia y en toda Europa no se trata de rechazar (o admitir) sin más la oleada migratoria. Se trata de debatir sobre ella. Y es que quizás sea una solución, pero de lo que no cabe duda es de que se empieza a convertir en un problema.