La princesa y los chantajistas

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

20 abr 2016 . Actualizado a las 12:09 h.

El juicio del caso Nóos marcará un hito en la historia de España. Si algún día resucita Valle-Inclán encontrará en él sobrada materia prima para escribir el gran esperpento del siglo XXI. Todos los personajes e instituciones están ahí, a la espera de atravesar los espejos cóncavos de la calle del Gato para exhibir su naturaleza grotesca. Un príncipe consorte, plebeyo de origen y ávido de riquezas, que se dedica a saquear las arcas públicas. Una princesa que prefiere pasar por tonta del bote, obnubilada y cegada por las flechas del amor, que no por cómplice de la corrupción familiar. Una Agencia Tributaria que momentáneamente abandona el combate contra el fraude para dedicarse al rescate de la infanta Ryan. Una abogada del Estado que, en un momento de debilidad, se sincera y reconoce lo que algunos intuíamos: que Hacienda no somos todos, que la afirmación contraria solo era un reclamo publicitario para consumo de contribuyentes ingenuos. Y unos súbditos que, al ser abandonados a la intemperie por sus legítimos defensores, se echan en manos -todo menos limpias- de un par de delincuentes, más pringados que quienes se sientan en el banquillo de los acusados.

La detención de los máximos responsables de Manos Limpias y de Ausbanc, Miguel Bernard y Luis Pineda, acusados de extorsión, estafa, administración desleal, fraude en las subvenciones y organización criminal, constituye el último ingrediente de la tragicomedia. Debería caernos la cara de vergüenza. A todos y por turnos. A la derecha que aplaudía con las orejas cuando un grupúsculo de extrema derecha se convertía en ariete para derribar al juez Garzón o colocaba el caso de los ERE andaluces en su punto de mira. A la progresía de izquierdas que, haciendo caso omiso de las credenciales criminales de ambos «sindicatos», los jaleaba por cuestionar las cláusulas-suelo de las hipotecas o por sentar a una infanta de España en el banquillo. A los bancos que, con el dinero que todos pusimos para su saneamiento, atiborraban de publicidad la revista de Ausbanc. A la fiscalía que descalificaba al juez Castro, renunciaba a su papel de acusación y dejaba cancha libre a la actuación de los chantajistas. Al Gobierno y a los partidos políticos que nunca se les ocurrió, en su frenesí de reformas, propuestas y contrarrefromas, regular por ley orgánica quién y en qué condiciones es apto para ejercer la acusación popular.

Entre todos alimentamos el monstruo y este engulló a la justicia de un bocado. Ahora sabemos que la vida de la infanta nada tiene que ver con su inocencia o su culpabilidad. Todo depende del tira y afloja entre unas instituciones dispuestas a exculparla a cualquier precio y una pandilla de chantajistas que solo mantienen su acusación para cobrarse el botín. Todo dependía del desembolso o no de tres millones de euros. Que al final alguien haya optado por no abonar el canon al chantajista y se atreviera a denunciar el intento de extorsión es el único aspecto edificante de esta historia.