Poner en orden la industria financiera

Manuel Lago
Manuel Lago EN CONSTRUCCIÓN

OPINIÓN

12 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Si el principal banco del país más fiable del mundo pierde el 40 % de su valor en apenas un mes y medio, la pregunta no es si hay un problema, sino cuánto de grande es ese problema. El Deutsche Bank es el primer banco de Alemania y esa caída en lo que llevamos de año se suma a una racha negativa que en los últimos doce meses se llevó por delante el 61 % de su capitalización bursátil. Asomarse a la bolsa estos días da miedo, entre otras cosas por la sensación de que esta película ya la hemos visto... hace ocho años.

El sistema financiero vuelve a estar en el punto de mira. No solo los bancos de los países periféricos, Grecia o Italia. El mayor nivel de incertidumbre está sobre el gigante alemán, que en un comunicado de urgencia emitido en la noche del pasado lunes intentaba convencer a los inversores de que va a ser capaz de cumplir con sus compromisos de pago en los próximos meses.

El fundamento del negocio bancario es la confianza y cuando esta se pone en duda, cuando empieza la estampida no hay forma de pararla. El desagradable olor a Lehman Brothers vuelve a revolotear por los parqués. De nada sirven los comunicados, ni los golpes de pecho, ni los paripés de los test de estrés, ni la supuesta vigilancia de la Autoridad Bancaria Europea, el nuevo supervisor único del sector. Porque lo que está en cuestión no es la salud de algunos bancos en particular, lo que está en duda es la solvencia del conjunto del sistema financiero internacional.

Y hay motivos para ello, porque cuando saltó por los aires en el 2008, los Estados acudieron raudos a su rescate, con miles de millones de euros o de dólares que salieron de nuestros bolsillos, pero no se aprovechó la ocasión para limpiar la enorme cantidad de basura que carcome al sistema y que anida en el balance de las entidades más grandes.

No es fácil saber de lo que estamos hablando en una actividad tan opaca, con tantas zonas de sombra y con tanto artificio, pero se calcula por diversas fuentes que en el mundo hay 700 billones de dólares en «derivados financieros», productos complejos que se construyen como un castillo de naipes sobre las operaciones financieras ordinarias, como un crédito hipotecario, por ejemplo. Y una parte -¿cuánto?- de esa enorme montaña financiera son productos que no se corresponden con su valor en los balances, activos tóxicos los llamábamos en el 2008 hablando de los paquetes de derivados construidos sobre las hipotecas subprime.

Según un informe de la organización Attac, la exposición del Deutsche a estos derivados financieros es de 75 billones de dólares, una cifra tan enorme que resulta de difícil comprensión, pero para hacernos una idea de su dimensión multiplica por veinte veces el PIB de Alemania.

La hipertrofia de una industria financiera que actúa de forma globalizada y desregulada -con múltiples áreas de sombra- es un riesgo permanente para la economía real, para las empresas y las familias. Llevamos ya casi tres décadas con episodios de crisis financieras que cambiaron de país o de continente y que en el 2008 se extendieron al conjunto de países desarrollados, una inestabilidad insoportable que amenaza al conjunto del planeta y que solo se resolverá cuando los Estados se decidan a poner coto a los desmanes de una ínfima minoría de privilegiados.