Estamos tan pendientes de comprobar si los cerca de dos centenares de jefes de Estado y de Gobierno que se reúnen en París son capaces de frenar el suicidio del planeta, o de como combatir el furor asesino de los fanáticos, que nos hemos olvidado de que el sida aun sigue ahí.
Pasaron, afortunadamente, los años terribles en que el síndrome de inmunodeficiencia adquirida segó la vida de miles de jóvenes. Pero aun es una enfermedad que no se cura y para la que no hay vacuna, aunque se espera contar con ella pronto.
Y, sobre todo, es un mal que vuelve a crecer. El año pasado se diagnosticaron en Europa 140.000 nuevos casos, «la cifra más alta registrada en un año desde que el número de infectados empezó a contabilizarse en la década de los 80», según informaba Raúl Romar en La Voz el pasado viernes.
Es cierto que el mayor aumento se produjo en Rusia, pero en España hubo cerca de 3.400 nuevos casos, 87 más que el año anterior y en Galicia el ritmo de incremento supera la media española.
La falsa creencia de que es algo superado y los estragos que la tijera de los recortes ha producido en las campañas de lucha contra esta enfermedad han contribuido a bajar una guardia que no debe descender mientras no sea totalmente erradicada.
Porque no solo sigue existiendo, sino que quienes la padecen continúan sufriendo, junto a los síntomas de su enfermedad, una discriminación más que evidente en sus trabajos y en su vida diaria.
El sida sigue ahí. Por tanto debe seguir el combate para que no se produzcan nuevos casos. Y para que quienes la padecen puedan vivir sin estigmas.