El mundo de las letras se ha revuelto contra el del periodismo. La vanidad de los artistas no tiene límites. El enfado viene a cuento, nunca mejor dicho hablando de escribir, a que el periodismo se ha colado por primera vez en la historia en el premio Nobel de Literatura. Durante ciento y pico años, salvo en cuatro ocasiones, el galardón siempre había recaído en novela, teatro y poesía. Y nunca en el periodismo o en el género conocido como no ficción, donde el relato que se hace refleja unos hechos concretos. Las cuatro excepciones son Thedor Mommsen, un ensayista e historiador, que lo ganó en 1902; dos filósofos, Henri Bergson y Bertrand Russell; y el caso difícil de clasificar de Churchill, que lo ganó por sus memorias. Se puede considerar premio híbrido a García Márquez, aunque el fallo dejó bien claro que se le daba por su condición de novelista, no por su pasado como periodista. A pesar del bum de la no ficción, a pesar de Truman Capote, de Kapuscinski, de Gay Talese, jamás se lo había llevado una periodista como Svetlana Alexiévich. Sin duda, en la decisión ha pesado la fuerza política de los libros de la bielorrusa. Pero abre un camino que ha gustado nada a novelistas, autores teatrales y poetas. Algunos consagrados y fijos en las quinielas del premio sufren pensando que, si antes ya era difícil, ahora tener que compartirlo con los periodistas que escriben relatos puede resultar insufrible. Sobre todo desde la convicción que tienen algunos escritores con mayúsculas de que lo que ellos emanan es arte, algo que está muy por encima de la desnuda verdad del periodismo bien hecho.