Doce años

Carlos Agulló Leal
Carlos Agulló EL CHAFLÁN

OPINIÓN

02 oct 2015 . Actualizado a las 04:00 h.

La actualidad, que es caótica, es también a veces caprichosa y nos presenta hechos a los que, por alejados que estén en su esencia, algún elemento nos lleva a relacionarlos. Doce años es la edad que tenía Asunta cuando la mataron, el juicio a sus padres sentenciará quién, y doce años tiene Andrea ahora, cuando sus padres luchan para que la muerte le traiga el fin del sufrimiento que le causa una enfermedad sin cura. Dos casos enfrentados en las páginas del periódico que hielan el alma por razones bien distintas.

Nadie es capaz de justificar, y pongamos la presunción por delante mientras no haya resolución judicial, qué lleva a unos padres -adoptivos o biológicos, da lo mismo, pueden tenerlo por seguro- a acabar con la vida de un hijo; más aún a ponerse de acuerdo, a urdir un plan para hacerlo desaparecer. Sin embargo, no resulta difícil asumir que una madre y un padre, impotentes y martirizados por la experiencia del sufrimiento sin retorno de un hijo, puedan desear que el drama, con un solo final cierto, termine cuanto antes.

Que se comprenda no significa que una situación tan extrema y dolorosa no presente aristas y dudas. Es perfectamente posible (y frecuente) que la visión de unos padres que sufren difiera de la de algunos médicos. Pero no parece razonable sacralizar la vida del enfermo terminal hasta el extremo de obstinarse en mantenerlo con una vida que no debería merecer tal nombre. Y el verbo no está elegido con afán peyorativo, sino más bien descriptivo. Porque es la obstinación (terapéutica) lo que dice la ley de garantías de la dignidad de los enfermos terminales que deben evitar los médicos responsables de los pacientes en una situación tan penosa.