Vivimos tiempos difíciles. No solo en lo económico, también en lo humanístico y espiritual. La crisis que perdura, aunque la macroeconomía se empeñe en significar lo contrario, ha alcanzado también al intelecto y a los valores. No sabemos en verdad lo que en verdad importa. Unos todo lo juegan a la carta del éxito profesional. Otros se quedan con la satisfacción de una vida sosegada, sin estrecheces, anclada en la dulce alegría del anonimato. Algunos han desistido de hacer preguntas (y hacerse preguntas) porque consideran que la felicidad está reñida con los interrogantes. No existen paradigmas culturales de consenso y lo que antes se denominaba canon deviene en escuelas con adeptos y contrarios, más motivadas en los afectos o desafectos personales que en la objetiva realidad. Quiero decir que se ha perdido toda referencia. Los políticos tienen buena parte de culpa. No han sido modelo de nada. Las leyes de educación, que han cambiado en función de intereses partidistas, han hundido a las humanidades y se han convertido en marcos de la moral postulada por el grupo, derecha o izquierda, impulsor de las mismas. Hasta una parte del conocimiento ha tenido que emigrar. A la cultura le han añadido impuestos y se los han quitado, por inercia, a la vulgaridad. Y en esas estamos, con la ordinariez -como una dictadura- imponiendo su ley y sus axiomas. Vivimos tiempos difíciles, decía arriba. Discúlpenme, pues, el desencanto.