En este país, como se te ocurra cualquier frivolidad sobre la mujer, los homosexuales o los gitanos, vas de lado: más te vale coger el pasaporte y perderte, porque quedas marcado para toda la vida. Ante esos tres colectivos, ocurre como con los secretos: si no quieres tener problemas, ni lo pienses. La historia reciente está repleta de casos que lo ilustran. Quien dice en público una tontería sobre la dama genérica o una dama concreta, gana automáticamente la acusación de machista, que es casi peor que la de corrupto. Quien se atreve a criticar algo de la marcha del orgullo gay del último sábado tiene todos los números para que los vecinos lo acusen de homófobo, sin que a veces se sepa qué quiere decir esa palabra. Y casi nadie quiere tener una comunidad de gitanos en el barrio, como sabemos en Galicia, pero quien les haga una crítica genérica ganará fama de racista y será castigado con la inhabilitación social.
Digo antes de nada que me parece justo. La mujer ha sufrido tantas marginaciones, que es natural que funcione la ley del péndulo y que cualquier tontería sobre el género femenino sea entendida como una marcha atrás en su trabajosa conquista de la igualdad. El mundo homosexual ha sufrido su condición como un delito, fue perseguido, humillado y encarcelado y ahora su incorporación a la normalidad forma parte de su éxito social. Y de los gitanos, algo parecido. Son nuestra etnia distinta. Llevamos siglos propugnando y rechazando al mismo tiempo su integración cultural, nada fácil. El gitano tiene hoy tal conciencia de clase que reacciona colectivamente contra quien rechaza su igualdad o utiliza el diccionario para degradarlo. Al hablar del «gitaneo político», por ejemplo.
Pero llegan momentos y episodios que nos hacen pensar si no hemos entrado ya en el territorio de la censura y la doble moral. Hace dos días el alcalde de Granada dijo la estúpida frase: «La mujer, cuanto más desnuda, más elegante», y menos mal que pronto pidió disculpas, porque las redes sociales y algunas tertulias se incendiaron contra él. Los mismos que comentan la elegancia de las estrellas que enseñan el culo sobre la alfombra roja de los saraos; los mismos que destacan lo deslumbrante de una transparencia que dejan ver hasta donde la tripa pierde su casto nombre; los mismos que publican las fotos de unas piernas en toda su dimensión longitudinal; por tanto, los que hacen que sea verdad que la desnudez forma parte de la elegancia, son los que se escandalizan de la chorrada de bar del alcalde. Eso sí que es doble moral. Entre unas cosas y otras estamos haciendo un país de trinchera donde leemos el periódico y vemos la televisión con la escopeta cargada. Un país de trabucaires.