En el nuevo escenario político solo se conjuga el verbo pactar. Pero los pactos pueden convertirse en una pesadilla para los partidos. El PSOE se enfrenta a una disyuntiva endiablada. Bajo ningún concepto puede permitir que Aguirre o Barberá, por poner dos casos extremos, sean alcaldesas. Pero para evitarlo tiene que entregar el bastón de mando a Carmena, apoyada por Podemos, y a Ribó, de Compromís. En otras comunidades y ayuntamientos necesita el apoyo de la formación de Pablo Iglesias para gobernar. La tentación de que se visualice que ha ganado poder territorial es irresistible. Pero puede tener un coste entre su potencial electorado de centro. Por su parte, Podemos está dispuesto ahora a pactar con la casta, léase PSOE, partido al que ha denigrado al máximo hasta ahora mismo, que ha visto la luz y se ha dado cuenta de que ha cambiado. Eso sí, le exige dar un giro de 180 grados en su política, lo que viniendo de Podemos, que no se sabe ya cuántos giros ha dado en la suya, tiene escaso significado. Mientras, el PP debe someterse a la humillante «prueba don Limpio» de anticorrupción de Ciudadanos para tratar de salvar la Comunidad de Madrid, paraíso de Gürtel y la Púnica. Si finalmente el partido de Rivera apoya a Cifuentes, que cruza los dedos para que no le broten más imputados, se lo tendrá que hacer perdonar con su respaldo a Susana Díaz. Porque si solo facilita gobiernos al PP daría crédito a quienes le acusan de ser su marca blanca. En este escenario un Rajoy enfurruñado, consciente de la debacle del PP el 24-M, tira del viejo recurso de ¡que vienen los rojos! y carga contra la «deriva radical» de Pedro Sánchez. Pero tildarle de radical le puede dar votos por la izquierda. Un lío.