El primer mandamiento del jerarca dice que el jefe siempre tiene razón. Salvo que el jefe sea Mariano Rajoy, añado yo; porque si lo es, se le puede descalificar y ningunear. Lo hizo Aznar, Botella, Mayor, Cascos, Aguirre y ayer mismo el destacado barón de Castilla y León aconsejándole «mírate al espejo y respóndete si debes ser el candidato» a las generales.
No es mal consejo el de Juan Vicente Herrera, pero ocurre que Rajoy tiene la mala costumbre de no mirarse al espejo. No quiso hacerlo en la oposición cuando le aconsejaron que no adquiriese compromisos imposibles y no quiso hacerlo en estos cuatro años con asuntos tan gruesos como la reforma laboral, el rescate bancario, los recortes, las desigualdades y el paro. Si Rajoy se hubiese mirado en el espejo y se hubiese visto la cara que ponía cuando trataba de convencernos de las maravillas de su Gobierno y de lo bien que va el país, quizás no hubiese llegado a esta situación de deterioro y descrédito entre los suyos.
Es aconsejable mirarse en el espejo de vez en cuando; para verse las cicatrices y las huellas que el paso del tiempo va dejando. Las que deja en el rostro de Rajoy comienzan a ser demasiado visibles; sobre todo cuando no se quiere ver la realidad y se parapeta en victorias incuestionables para justificar la pérdida de un tercio de los votos y todo su poder territorial. O cuando en un alarde de optimismo se pregunta quién habla ya hoy de paro en España. O presume de estar al frente de una organización envidiable.
Rajoy no ha querido mirarse en el espejo porque sabe perfectamente lo que verá. Una figura en declive y un ejército de interesados dispuestos a arrollarlo y apartarlo, empujándose para ocupar su silla. Es lo que no quiere ver Rajoy; y ese es su problema porque, como bien decían nuestros abuelos, no hay peor ciego que el que no quiere ver.