¿La banalidad del mal?

Alberto Ruiz de Samaniego TRIBUNA

OPINIÓN

01 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

En otros tiempos, la historia de Castiñeiras hubiera servido de inspiración a escritores como Dostoievski. Qué gran novela rusa: un humilde extrabajador del templo que, en un arrebato de sinrazón o venganza, secuestra -aparentemente- las tablas sagradas y las esconde en su pesebre particular. Luego viene el arrepentimiento, la cárcel y, quizás, la redención. También podría haber inspirado a filósofos egregios, en tanto que una acción que ejemplifica, acaso, el concepto kantiano de la finalidad sin fin. Aunque esto, desde luego, no está nada claro. O, incluso, su ejemplo herético e iconoclasta, en torno precisamente al libro o la escritura, hubiese servido de ideal regulativo a actitudes radicales y bizarras de cierto underground, tipo los exabruptos de William Burroughs; por ejemplo contra el virus del lenguaje inoculado según él desde el espacio y para nuestro mal en la especie humana.

Pero no. Nuestro Castiñeiras es más hijo de la abulia que de la ira. Como un Mersault -el protagonista de El extranjero, de Camus- galaico y terminal, Castiñeiras, ese enigma, parece un ser indiferente a la realidad, tal vez por resultarle absurda e inabordable. Los periodistas, es natural, se han sentido defraudados en su comparecencia ante el juez. Esperaban más.

Pero Castiñeiras es también hijo de su tiempo. Lo suyo es el minimalismo extremo. Podríamos, en su caso, estar ante una performance de índole beckettiana: un nuevo mártir y, por tanto, testimonio del cumplimiento final del nihilismo contemporáneo. A los curiosos trasnochados en busca de trama folletinesca habría entonces que decirles que, en el caso de Castiñeiras, tenemos que aplicar la famosa expresión del pintor Frank Stella referida a sus estupendas pinturas abstractas: «What you see is what you see» (lo que ves es lo que ves). Y lo que ves es lo que Benjamin había caracterizado, en texto justamente famoso, como el fin del arte de relatar una experiencia: «Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias».

Lo que se ve es un hombre entre apocado y retráctil que, no sin teatralidad, evita el contacto visual con su interlocutor y niega todo aquello que se le ponga delante. Sentado como un autómata, como si fuese el muñeco cansado de un ventrílocuo cuyos hilos de cuando en cuando se tensan, no demasiado, para bosquejar un bostezo, Castiñeiras es la encarnación más inquietante del triste Bartleby, ese ser inactivo y lábil que prefería no hacer nada y desaparecer, en medio y medio, justamente, de Wall Street, la catedral del dinero.

Captado por las cámaras de vigilancia, como no podía ser menos hoy en día, ese acto de latrocinio del que -al parecer- es protagonista, nos da la medida psicoanalítica de un verdadero trauma contemporáneo. La del hombre, digamos, de la multitud, el sujeto borrado que, en una decisión de rencor al tiempo súbito y meditado, incluso rumiado, opta por vengarse de su impotencia y anonimato -y desde su anonimato- realizando una acción que vacía de sentido el propio cuerpo y el funcionamiento del circuito social. Por un lado, haciendo desaparecer un fetiche comunitario -el códice famoso, pero también él descuidado, el efecto de identificación entre el fetiche y la persona es aquí evidente- y, por otro, secuestrando la correspondencia de sus vecinos. Ambas acciones se resumen, de forma gloriosa, en la interceptación del dinero del cepillo ecuménico y catedralicio.

Hay un aforismo de Franz Kafka que explica con clarividencia esta actitud, entre el despecho y el orgullo. La de aquel que, desde el margen y el resentimiento, aspira también a su parcela de poder y, por ende, de identificación, esto es: de identidad. Dice así: «No es necesario que salgas de tu casa. Quédate en la mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede hacer otra cosa, extasiado, se prosternará a tus pies».

El caso de Castiñeiras, uno de los nuestros, no debería decepcionarnos. Nos enseña que, como siempre, incluso en tiempos tan prosaicos y mostrencos, lo que ves no es, ciertamente, lo que ves, y que, en el fondo, lo que ves no es lo que significa.

Alberto Ruiz de Samaniego es tribuna Profesor de Estética de la Universidade de Vigo