No sé si los académicos de la Lengua Española saben con certeza a quién han elegido como director de la histórica entidad. Es decir, no sé si conocen la enorme capacidad intelectual y el exquisito rigor científico del elegido. Yo, desde aquí, sí sé que han hecho una acertadísima elección para dirigir esa casa que da “esplendor” a una lengua compartida por más de 500 millones de hablantes. Y por eso, la noticia de su elección a mí, personalmente, me ha alegrado mucho, como profesor de Lengua castellana, como filólogo y como amigo. Y si escribo esta columna sobre él es porque en este país que nos ha tocado vivir, a veces hasta somos capaces de elegir a los mejores. Hay tanto mediocre en los altos cargos de cualquier campo o actividad, especialmente en la política, pero no solo, que corremos el riesgo de no distinguir al que vale, del que no. El nuevo Director de la RAE es de los que llegó hasta ahí por méritos propios, a base de una férrea voluntad de trabajo, de su seriedad y de una inteligencia fuera de lo común.
Darío Villanueva es un vilalbés de nacimiento, que vivió su adolescencia en Lugo, y su juventud en Santiago, donde estudió la carrera de Filosofía y Letras, sección Románicas. Allí lo conocí yo, como un compañero de curso que, si se distinguía de los demás por algo, era por su discreción y sus brillantes exámenes. Pero nunca hizo un alarde de nada, nunca un detalle de superioridad con nadie. Reservado a la hora de relacionarse con la corriente dicharachera del curso, pero atento y solícito cuando cualquiera de nosotros nos dirigíamos a él. Hubo un momento, además, en que tuvo el agradecimiento colectivo del grupo por habernos librado de un apuro muy comprometido. Fue en tercero de carrera, primero de Románicas, cuando llegó a clase una nueva catedrática, que sería la profesora de Semiótica, materia absolutamente desconocida para nosotros. En la primera clase, nos dijo que daba por supuesto que todos sabíamos lo que era la Semiótica. Algo raro debió de notar en el ambiente porque pidió que alguien le definiese la palabra. Nadie dijo nada, y empezamos a esquivar la mirada de la profesora, bajando la vista al suelo, como escondiéndonos de un bochorno colectivo. Pero entonces escuchamos la voz de Darío que, con timidez, decía de carrerilla: “La Semiótica o Semiología es definida por el lingüista suizo Ferdinand de Saussure como una ciencia que estudia la vida de los signos en el seno de la vida social y que, por lo tanto, engloba a la Lingüística”. Se nos fue un peso de encima, nos crecimos en nuestros asientos y decidimos mirar de frente a la profesora. Darío había salvado nuestra desinformación absoluta sobre el tema. Desde ese momento, fuimos muchos los que tuvimos la certeza de que llegaría a ser catedrático, rector de la Universidad y hasta Director de la RAE. No nos hemos equivocado. Se ve que, lo que ignorábamos de Semiótica, lo compensábamos con un buen ojo clínico.
Pero esta prestigiosa trayectoria no se hizo a base de apariencias. Hay detrás mucho estudio, muchas horas de lectura, mucha reflexión en soledad, y la formalidad de un hombre seguro de su saber y seguro de sí mismo. Es un profundo conocedor de nuestra literatura, desde Cervantes y Quevedo hasta Valle-Inclán, Emilia Pardo Bazán, Cela, Torrente Ballester, Dieste y Cunqueiro, sobre los que ha escrito estudios brillantes y esclarecedores. Es una autoridad internacional en el campo de la Literatura Comparada, y en el mundo lingüístico de la Semiótica, como ya bien avisó en aquella clase veinteañera. Es un intelectual de primera línea, la misma en la que también se sitúa su humanidad y bonhomía. Es un lujo para Galicia.