No es necesario insistir en la falta de validez jurídica del simulacro de consulta que se ha celebrado. Aun ateniéndonos a las cifras dadas, hoy por hoy no existe la mayoría que justifique la pretensión de los secesionistas; pero sería un enorme error autoengañarse encerrándose en el ámbito de lo jurídico para no reconocer que Mas se ha salido con la suya en esta justa no caballeresca. Y aunque la responsabilidad última recaiga en el presidente, los expertos que lo asesoran deben asumirla. Los tácticos juristas de la Generalitat han ganado esta partida a los del Gobierno.
Ciñéndome al tramo que comienza con el acuerdo de celebrar un referendo y su convocatoria, la resolución de recurrir al Tribunal Constitucional, buscando la suspensión, fue impecable. Con ella todo parecía resuelto; aquel no se celebraría. No se concebía que Mas actuase al margen de la legalidad. El autocalificado de astuto simuló aceptar la suspensión, que daba por descontada, y montó un sucedáneo. Lo explica su circunstancia personal de no contrariar a ERC, que necesita, y al mismo tiempo evitar ser ahogado por el abrazo del oso. Con los lentes jurídicos no se percibió. El Gobierno acordó, después de dudas, interponer recurso, que respaldó el Consejo de Estado. Solicitó una nueva suspensión, efectivamente acordada, que al final no ejecutó.
Hace más de dos semanas, en este mismo espacio, sostuve que el recurso no era claro, que lo procedente era poner en conocimiento del Tribunal Constitucional los hechos para inquirir si suponían contrariar su acuerdo de suspensión del referendo. Los que motivaron la nueva suspensión eran conocidos mucho antes. No ofrecía la menor duda esa vinculación, porque la nueva consulta hacía expresamente referencia a la suspendida, aunque formalmente fuese distinta. El desafío nacionalista era al Estado, no al Gobierno. El Tribunal Constitucional tendría que declarar que no se estaba ejecutando su resolución. Sería, por tanto, él quien solicitase de los poderes del Estado la ejecución. No sería una iniciativa del Gobierno. Si el tribunal no se pronunciase, algo no imprevisible, la seudoconsulta se hubiese celebrado, que es lo sucedido, pero el Gobierno quedaría a cubierto del tribunal. No tendría que aparecer como tolerante de lo que él mismo había impugnado. Para unos, derrota, y para otros, contradicción o debilidad, sin descontar irritación de catalanes no independentistas. No estaba obligado a oponerse a un proceso de participación que él mismo sostuvo que era inútil.
En definitiva, lo que pretendían los nacionalistas era mostrar su fuerza electoral. Ha quedado bastante clara. En todo caso es mejor conocer lo real, aunque haya sido por esa vía espuria, que quedar instalado en la bruma de lo indeterminado. Lo confirman las primeras elecciones democráticas que delimitaron lo idealizado en la clandestinidad. El Gobierno no hubiese debilitado su imagen y enfrentaría todo lo que resta desde una mejor posición dialéctica.