Burkas

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

02 jul 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Ellas grababan todo con su cámara. La fuente, la bailaora flamenca de rojo y negro, el mimo con cara de luna llena, los jardineros que abonaban con sudor los parterres, las terrazas en flor regadas con vino y cerveza, y el Palacio Real. Nada se les escapaba en la plaza de Oriente. Correteaban. Cuchicheaban. Seguramente sonreían. O reían. Pero esto último había que imaginárselo. Como su rostro. Como su edad. Porque únicamente ofrecían una certeza: eran dos mujeres vestidas con niqab. Dos pirámides de tela negra que solo dejaba ver la franja de los ojos. Cubiertas de pies a cabeza en aquel avispero de más de treinta grados en el que aleteaban turistas, policías, guardias civiles y periodistas. Un hombre iba con ellas. Caminaba unos metros por delante. Él no renunciaba a las ropas occidentales para soportar el calor del verano que ya golpeaba con fuerza los tejados y las cabezas de Madrid. Ellas intentaban esquivar el sol y las miradas. En Ceuta y Melilla también asoman estas prendas. Son como champiñones a la sombra del integrismo. Aunque allí es tradicional el hiyab, el pañuelo que cubre el pelo, en los últimos tiempos comienzan a verse los burkas azules de Afganistán y los niqabs de Arabia Saudí. No hay mucha diferencia entre la mortaja en vida de las pobres afganas y la jaula de oro de las ricas saudíes, aunque oficialmente se distinga entre talibanes anclados en la Edad Media y modernos aliados que nadan en petróleo. Para disgusto de sus defensores, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos respalda la ley francesa que prohíbe el velo integral en espacios públicos. Porque se supone que por aquí las mujeres tienen cara. La identidad propia es un derecho y una obligación. Y eso sí que es una cuestión de principios.