Tododiós bajo sospecha

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

01 jul 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Mil setecientas causas abiertas por corrupción. Todo el enjambre de delitos que enumera el Código Penal desfila por los legajos judiciales: prevaricación, soborno, cohecho, malversación de caudales públicos, blanqueo de capitales, fraude, tráfico de influencias, estafa, levantamiento de bienes. El sursuncorda. Apenas queda político presumiblemente limpio de polvo y paja. Ninguna sigla, salvo las que aún no rozaron la epidermis del poder, permanece sin mácula. De los empresarios y del ciudadano corriente se habla menos, pero también. Tododiós bajo sospecha. La sociedad entera chapotea en el lodazal. ¡Que levante la mano quien aún no haya recibido una citación judicial!: o le daremos la medalla del incorruptible o le descubriremos algún cadáver embalsamado en su armario.

Es lo que tienen las crisis: nos arrancan el pijama, destapan nuestras vergüenzas y nos muestran en el espejo la imagen descompuesta -legañas en los ojos, pelos como escarpias, barba como lija o cutis sin maquillaje- de la resaca que sigue a la orgía. Cuando la bolsa de valores se desploma y las empresas quiebran, la gente pierde la compostura. Durante el crac del 29, los especuladores se arrojaban al vacío desde los balcones de Wall Street. En nuestra Gran Recesión, más civilizada como corresponde a un tiempo nuevo, los usufructuarios del poder prefieren la ignominia al suicidio. Y algunos, muy pocos -Bárcenas, Díaz Ferrán y una docena más-, son sacrificados para demostrar que el sistema funciona. En un Estado de derecho, proclaman entre rejas aquellos huesos insignes, quien las hace, las paga. Lo cual no es del todo exacto.

La crisis puso al descubierto el estercolero, pero no lo engendró. El lazarillo de Tormes no nació entre los escombros de Lehman Brothers. Incluso me atrevo a formular la premisa, difícilmente demostrable -lo sé-, de que la corrupción ha disminuido en este último y atroz sexenio de vacas flacas. Mi presunción se basa en la constatación de sendos efectos colaterales de la crisis: el drástico recorte de la inversión en obra civil y la supresión de las ofertas públicas de empleo. En esos predios, ahora tierra quemada, pastoreaban muchos corruptos. Pero aquel bazar de bicocas, donde abrevaban partidos y particulares, y aquel servicio de empleo, tremendamente eficaz para quien contase con padrino, cerraron sus puertas. El negocio declina. De hecho, la mayoría de los casos que atiborran los juzgados vienen del pasado. De la época del pelotazo fácil, el dinero abundante y el nepotismo bien visto. Estallan ahora, pero ni la Gürtel ni Baltar son frutos de la crisis.

Lo que sí ha cambiado radicalmente es la apreciación ciudadana. De la tolerancia, cuando no de la complicidad, el ciudadano ha pasado a la intransigencia y la indignación. Los zarpazos de la crisis explican -y justifican- la metamorfosis. Despojado del trabajo o de la vivienda, con serias dificultades para llegar a fin de mes o abonar los plazos de la hipoteca, preocupado por su pensión en el alero o por el negro futuro de sus hijos, víctima de los recortes en sanidad y educación, asiste con perplejidad al escandaloso espectáculo que se desarrolla ante sus ojos.

Cuando ese ciudadano ya cree haberlo visto todo -el trasiego de millones hacia las cuentas suizas o los globos de la hija de la ministra, los edificantes diálogos telefónicos de la Pokémon o los manejos del príncipe consorte-, jueces y fiscales irrumpen en el escenario para acaparar también su minuto de gloria. Y se desmorona el último reducto que le quedaba al sufrido ciudadano.

¿Alguien puede sorprenderse de que, en esa tesitura, el ciudadano extienda un manto de desconfianza y escepticismo generalizado sobre los políticos, los partidos y las instituciones del Estado? ¿O de que busque asidero en opciones que cuestionan el sistema?