Un país que lleva años sometido a las duras medidas de ajuste provocadas por la crisis (despidos masivos, rebajas salariales, recortes en los servicios, desaparición del crédito, ejecuciones hipotecarias y desahucios) asiste atónito, y justamente irritado, a un espectáculo judicial interminable. Un espectáculo, en ocasiones tragicómico, que domina por momentos, hasta monopolizarla, la vida política en las tres esferas de poder existentes en España: local, regional y nacional.
Nada de esto existiría, desde luego, si los presuntos culpables de que los jueces ocupen a diario portadas de periódico y cabeceras de informativos no hubieran hecho, como en muchos casos acabará por demostrarse, lo que la ley impide hacer: aceptar sobornos, favorecer a amigos o parientes, recaudar dinero para sus partidos y, en resumen, utilizar la administración a la que tienen que servir como una finca particular de la que se sirven para obtener ilícitas ventajas.
Por eso, que los encausados o sus organizaciones culpen a los jueces de que la política gallega, y española en general, esté patas arriba por la corrupción es una muestra insufrible de cinismo, que solo consigue que millones de ciudadanos se reafirmen en la convicción a lomos de la que algunos espabilados se han hecho un patrimonio electoral en tiempo récord: la obvia exageración de que los políticos son todos unos golfos.
Ahora bien, afirmar que la culpa de que los jueces actúen es de quienes son investigados por sus presuntas actividades ilegales es compatible con el hecho de que esa actuación resulta manifiestamente mejorable, como el fiasco del proceso por las multas de Lugo acaba de poner de manifiesto con una deslumbrante claridad. Y es que los jueces no solo tienen que respetar en todo caso los derechos de los imputados o procesados, sino que, como parte de esa obligación, no pueden convertir la exasperante y, en ocasiones, escandalosa lentitud de sus actuaciones, en causa objetiva de injusticia. Es inadmisible que un presunto culpable esté imputado varios años, como lo es que de hecho no exista en España el secreto de sumario o que las filtraciones de las investigaciones judiciales se utilicen como un medio más de presión de imputados o testigos.
Finalmente, el espectáculo judicial se convierte sencillamente en un circo cuando los jueces o fiscales, atendiendo solo o sobre todo a sus intereses profesionales (es decir, a sus carreras) se enzarzan entre ellos en un arrancamoños que constituye sencillamente una vergüenza que nadie se merece y, menos que nadie, los que pagan con sus impuestos la justicia.
Y así, un país que tiene muchos y muy importante motivos para estar preocupado, vive en vilo por una crónica judicial que es ya como el monstruo de las galletas, pues se come todo lo que se le pone por delante.