Don Mariano Rajoy está muy contento. Uno de los grandes desafíos previsibles a los que se tenía que enfrentar en su mandato era el relevo en la jefatura del Estado y está saliendo bien. Razonablemente bien. La sucesión se está haciendo sin sobresaltos. Los republicanos hablan mucho, pero dentro de un orden, como quiere siempre el poder. Y en la calle hay tranquilidad, con algunas manifestaciones, pero siempre pacíficas y festivas. Diríase que el republicanismo se limita a cubrir el expediente, sin poner en peligro al régimen. Por eso el presidente está satisfecho y dijo que el proceso está siendo una muestra de transparencia y consenso institucional. No todo es mérito del Gobierno, pero muchas felicidades.
Es una pena que tan rutilante consenso se vea mermado por algunos episodios menores, alguno de ellos pueblerino. Pienso, por ejemplo, en el Ayuntamiento de Gerona que, puesto a dar la nota discordante, se preocupó de decir que el título de príncipe de Gerona «no representa a la ciudad». Lo podían haber dicho cuando don Felipe acudía a las reuniones de la fundación que lleva ese nombre y que algún realce dio a la ciudad catalana. Pero no. Lo hacen ahora, que es cuando suponen que su acuerdo hace daño a quien representará a partir de mañana la unidad nacional.
Y pienso, sobre todo, en el feo que ayer se le hizo al Senado al negarse el Gobierno a defender allí la Ley de Abdicación. Y encima, con la petulancia del vicepresidente, don Juan José Lucas, que aportó un argumento tan contundente como este: «Todo lo que hace el Gobierno lo hace bien». Hombre, señor Lucas, todo, lo que se dice todo, no. Esto, concretamente, estuvo mal hecho. ¿Qué trabajo le costaba a Rajoy hacer un resumen de su discurso en el Congreso o darle una pequeña vuelta y cumplir debidamente con la estética parlamentaria? Pues debía costar mucho trabajo, porque no lo hizo. No hubo quien defendiera en el Senado, en nombre del Gobierno, la ley que permite una abdicación real y la proclamación de un nuevo rey.
Es un detalle menor, como queda anotado. No puso en peligro la aprobación de la norma. Pero es un menosprecio: se acabó de confirmar que el Senado es una institución prescindible, que no merece el pequeñísimo esfuerzo de los gobernantes. Y es un menosprecio a la propia Ley de Abdicación, que ayer parecía un papelín de segunda clase que hay que despachar y echar fuera de una vez. Y esto lo hizo el Gobierno, que en este caso merece ser calificado como vago que aplica la ley del mínimo esfuerzo. En cambio, quienes se quieren cargar la ley, republicanos e independentistas, esos no se callan ni se cansan de repetir sus razones. Espero que no sea un síntoma de lo que vamos a ver en este país.