No puedo ni quiero imaginarme lo que es vivir con la amenaza constante del maltrato, de la humillación, de la impotencia, del sometimiento a otro ser humano por no tener recursos económicos suficientes para abandonarlo, por miedo a apartar a unos hijos de su padre, por temor a que me persiga y haga realidad sus amenazas de matarme. No quiero ni puedo pensar en el dolor y la vergüenza que se siente en el cuerpo y en el alma cuando aquel a quien amas o has amado te golpea una y otra vez, te insulta, te veja e incluso te agrede sexualmente y tienes que asumir que te has equivocado y que, por muy difícil que sea, tienes que dejarlo. No quiero ni puedo imaginar no saber qué hacer o adónde ir con la cara o con el cuerpo lleno de moratones y el corazón roto. No quiero ni puedo imaginar el valor que se requiere para salir de casa un día con lo puesto, arrastrando a los niños con una mentira para acudir a la comisaría o cuartel de la Guardia Civil más próximo en busca de protección y ayuda. No quiero ni puedo imaginar lo que supone pasar la primera noche en un albergue o en un piso extraño sin saber si conseguiré seguir adelante y rehacer mi vida.
Pero sí puedo y quiero imaginar a esas miles de mujeres, a esas decenas de miles de niños que han tenido que ver cómo papá pegaba e insultaba a mamá, que, a pesar de las dificultades y el esfuerzo, vuelven a sonreír, seguros y con esperanza, porque no deseo seguir leyendo en las noticias que un marido o pareja mató «presuntamente» a su mujer. Porque, en lugar de mujeres muertas y familias rotas, hay que empezar a hablar de hombres juzgados y sentenciados y del triunfo de la razón sobre la violencia.