Doctor en tolerancia

OPINIÓN

26 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

El 2 de diciembre de 1997, en el paraninfo de la Universidade da Coruña se celebró, nunca más apropiado el verbo, el acto de investidura de Adolfo Suárez como doctor honoris causa. La propuesta había sido realizada por el Departamento de Sociología y Ciencia Política y correspondió la preceptiva laudatio a la catedrática Amparo Almarcha, agradecida por el egregio doctorando que, refiriéndose al rector, en un inolvidable recuerdo, habló de «entrañable y antiguo amigo, en quien veo el Deus ex machina de este evento», que ahora valoro aún más. El doctorado fue un acto de justicia, un año después de la concesión del Premio Príncipe de Asturias a la Concordia, en una etapa de su vida recién terminada, ya lejos de la política activa. Lo importante a relatar aquí no son los otros discursos pronunciados, sino lo que Adolfo Suárez dijo. Solo me permitiré un par de datos relativos a la circunstancia del solemne acto. De camino, en el coche, mostró preocupación por su esposa, Amparo, cuya enfermedad había tenido un pico aquel día. El otro fue la alegría de verlo junto con el amigo y leal colaborador Fernando Abril, marcado ya entonces por un final declarado en el semblante.

Fue una magnífica lección, bien estructurada, en la que pensamiento, citas literarias e históricas y experiencia vividas se equilibraron en una reflexión en voz alta sobre la tolerancia, un valor esencial en la democracia, en su consolidación y en su profundización, que sigue siendo de actualidad. Una democracia formal en la que los votos sirvan para aplastar a las minorías y establecer el despotismo de una mayoría, no merece el nombre de democracia. La dicotomía tolerancia-intolerancia resume el «enigma histórico» que según Sánchez-Albornoz -con tumbas hoy vecinas- sintetiza la historia de España, que en la transición acordamos asumir globalmente, con sus aciertos y errores. Tolerancia que no es consecuencia del escepticismo o de la indiferencia, una concesión al mal menor, sino un modo de convivencia que asume como valores superiores el pluralismo y la competitividad de ideas, culturas, creencias e intereses.

La tolerancia no está reñida ni con la verdad, ni con la firmeza de las convicciones. Lo que ocurre es que una y otras renuncian a la imposición y no admiten otro camino para triunfar que el convencimiento racional. La verdad puede convencer, no vencer. La tolerancia se basa en el descubrimiento del «otro», se articula en el ejercicio de los derechos humanos. Lo más importante que ocurrió en la transición fue precisamente el reconocimiento y la comprensión del «diferente», del que no pensaba igual. El «otro» era la persona con la que, ante todo, teníamos que convivir, porque con él teníamos que hacer la obra común que se llama España. Solo desde la tolerancia y el acuerdo ha sido posible la Constitución. La tolerancia es el césped de nuestra democracia que, como el elogiado del campus de la Universidad de Oxford, ha de cuidarse con esmero todos los días.