Ceuta está en Fráncfort y Melilla en Róterdam

Daniel Ordás
Daniel Ordás TRIBUNA

OPINIÓN

22 feb 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

E n los últimos días hemos vivido acontecimientos dramáticos en el sur de nuestro país, donde centenares de inmigrantes se juegan la vida por entrar en la Unión Europea. En esta ocasión, 15 de ellos la han perdido en el intento. Los hechos nos llenan de tristeza y dolor, sobre todo a los que como yo y muchos de los que leen estas líneas conocemos la pena, el esfuerzo y la dureza de la emigración. La muerte de gente que deja su vida buscando un futuro mejor para ellos y sus familias no deja indiferente a nadie y mucho menos en una tierra como Galicia, que vio partir miles de barcos y trenes llenos de esperanza y tristeza.

Casi tan triste como la muerte de estos inmigrantes es el espectáculo que ofrecen nuestros políticos, que pocas horas después de criticar a Suiza por introducir cuotas de inmigración para extranjeros intentan justificar vallas, alambres con cuchillas y balas de goma. ¿Qué está pasando para que el debate de política migratoria gire alrededor de la pregunta sobre qué tipo de alambre hay que usar, cuántos metros debe medir la valla o si la Guardia Civil dispara a dar o solo para disuadir?

En la política sobre inmigración hay tres factores decisivos: el individuo que emigra, la sociedad que le acoge y la sociedad de la que parte.

Para el individuo que emigra hay factores que pueden ser incentivos o disuasivos. Los que puede influir en su decisión son hasta cierto punto las circunstancias en las que sale de su país y las condiciones en las que se ofrece a la sociedad de acogida. Esto lo tienen que tener en cuenta sobre todo aquellos que por edad y falta de perspectivas se plantean actualmente emprender la aventura de salir de España a buscar un futuro mejor. En un mundo mercantilista como el nuestro es importante que cada cual haga lo que pueda por aumentar su «valor de mercado».

Un aspecto que no se debe olvidar es la perspectiva de la sociedad de acogida, sus necesidades de mano de obra y conocimientos y, a la vez, su capacidad de integrar a quienes llegan a su seno. La capacidad de asimilar el cambio que provoca en la sociedad de acogida el fenómeno migratorio no es ilimitada. Por muy romántica y humanista que sea la idea de recibir a todos con los brazos abiertos, el exceso puede llevar a que se quiebre el ambiente positivo o neutro que, en general, suele tener la población autóctona hacia la inmigración. El miedo a la pérdida de identidad, el miedo a la pérdida de poder y control sumado al miedo a lo desconocido son factores que pueden hacer que las reservas y críticas se conviertan en xenofobia y racismo. Este fenómeno ha sido descuidado en Europa durante muchas décadas por parte de quienes consideraban que la inmigración es una hermosa historia multicolor de enriquecimiento cultural y por parte de quienes creían que la mano de obra extranjera es una mera pieza en la gran máquina de producción. Esto ha llevado a que en gran parte de Europa las tendencias xenófobas hayan aumentado y que aquellos que no las apoyan directamente como mínimo las toleran o justifican.

Al hablar de migración no podemos olvidar tampoco los países de origen, que gracias al éxodo de sus gentes se deshacen de un problema social pero que a la vez en muchos casos pierden a sus más valientes y valiosos jóvenes. Si bien para la sociedad de origen la emigración tiene la ventaja de recibir remesas y de liberar puestos de trabajo para quienes quedan, disminuyendo así el riesgo de conflictos sociales, siempre quedan las secuelas psicológicas en las familias abandonadas y sobre todo el vacío laboral y de conocimiento que dejan quienes emprenden la marcha al exterior.

Es necesario plantear soluciones con realismo y humanidad. Todo esto solo se puede hacer desde una actuación conjunta de toda la Unión Europea, que a efectos migratorios es un solo país. No puede ser que la inmigración sea un problema de Ceuta, Melilla, Lampedusa o Farmakonisi, ni siquiera de España, Italia y Grecia. Los que desde Bruselas y Berlín critican, con razón, la situación inhumana en los puntos de entrada a Europa tienen que empezar hoy mismo a aportar soluciones.

Una de las posibles soluciones puede ser crear cupos de inmigración legal. Las cuotas que en el caso de Suiza criticamos como retroceso, para la Unión Europea serían un avance. Tenemos que definir un número de inmigrantes de África que estamos dispuestos a dejar entrar y cómo se va a repartir ese cupo en la Unión. Esta cifra tiene que ser generosa, pero realista. Tenemos que dejar entrar a más de los que necesitamos, porque la política migratoria no es un supermercado para ricos. Pero también tenemos que invertir en desarrollar aquellos países en los que la gente no ve más futuro que lanzarse contra una valla de alambre y cuchillas. Por cada inmigrante necesario debemos acoger a uno que no necesitemos tanto. Es imprescindible una política de integración rápida, hay que fomentar las ayudas al retorno, para que quienes han adquirido fondos y conocimientos aquí puedan contribuir a levantar sus países de origen, como lo hicieron cientos de miles de españoles que regresan o invierten en su país natal.

En nuestra política exterior y comercial tenemos que recordar que el comercio justo con el tercer mundo al fin y al cabo también es política migratoria. Los acontecimientos de los últimos días dan pie a una hiperactividad política y a propuestas radicales, pero como siempre en política, no hay blanco y negro ni soluciones fáciles.

Este esfuerzo tiene que ser coordinado desde Bruselas y nadie se puede escaquear de la responsabilidad, porque Ceuta y Lampedusa bastante hacen con ser los centinelas de Europa.

No podemos abrir las fronteras, pero tampoco podemos cerrar los ojos.

Daniel Ordás es abogado.