Diputados indisciplinados, partidos usurpadores

Juan Sánchez Torrón AL DÍA

OPINIÓN

11 feb 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Gerard Leibholz, jurista del Tribunal de Bonn, teorizó el llamado Estado de Partidos, en el cual los Parlamentos perdían su vieja función representativa. La democracia moderna requería la integración de las masas en el Estado, idea de inequívoca inspiración totalitaria, y el instrumento de intermediación que se utilizaba para ello era el de los partidos políticos. El Estado de Partidos conserva ese residuo del fascismo. Mantiene lo peor del parlamentarismo, la no separación entre los poderes ejecutivo y legislativo, y rechaza lo único bueno del mismo: la representación de los electores por los diputados. Así, la residencia de la soberanía se traslada del Parlamento a las cúpulas de los partidos para que legislen en connivencia con las oligarquías financieras y grupos de presión de la más variada especie. Para llevar al Parlamento decisiones ya tomadas de antemano. Y en esas estamos aquí.

También Carl Schmitt, en su Teoría de la Constitución, contraponía la «representación», propia, según él, del liberalismo, a la «identidad», propia, según él, de la democracia. Solo que en este caso esta última se tramitaba por identificación directa de las masas con el líder, por medio de la aclamación. Es decir, nazismo.

Ahora que, en asuntos escabrosos como la ley del aborto o el referendo secesionista de Cataluña, se plantea un conflicto con los diputados insumisos a la decisión de su partido, bueno es saber que las razones de este conflicto se deben a la contradicción que todo Estado de Partidos supone para un régimen que se dice democrático: prohíbe el mandato imperativo sobre los diputados (artículo 67.2 de la CE), entrega a los partidos el monopolio de la acción política por medio del sistema electoral proporcional de listas, lo que de facto supone la eliminación de los elementos rebeldes, y permite que el grupo parlamentario sancione a los diputados que se sustraen a las instrucciones de la jefatura. La prohibición del mandato imperativo se vuelve una ficción. El tránsfuga, o el diputado indisciplinado, traiciona el compromiso con su partido porque su partido ha traicionado previamente la función representativa de la cámara legislativa, inherente a todo sistema democrático. La jurisprudencia constitucional mira para otro lado, porque si se decidiera a resolver tal contradicción, el sistema político vigente en España se desmoronaría de inmediato. Ocurre, finalmente, que la Constitución no es tal, sino un reglamento hecho a la medida de las ambiciones de poder de los partidos políticos que tomaron parte en la elaboración de la misma, sin un proceso constituyente que mereciese tal nombre. Utilizar una legislatura ordinaria para elaborar una Constitución es un fraude de enormes dimensiones. En ello consistió la transición española, y por ello estamos pagando ahora las consecuencias.