37 años después

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

15 nov 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

En uno de mis primeros recuerdos infantiles estoy en mayo de 1976 (cada uno tiene el mayo que se merece), plantado en medio de la plaza de Pontevedra, contemplando asombrado el cielo de A Coruña quebrado en dos mitades, como la jeta del malvado Barón Ashler, que más o menos por aquella época quería liquidar a mi admirado Mazinger Z. El firmamento aparecía cortado de un solo tajo: un 50 % azul plomizo y otro 50 % de luto extremo. El mar ardía. Pero no metafóricamente, como en el poema de Gimferrer, sino literalmente. Y la humareda negra que se alzaba desde el casco en llamas del Urquiola había sepultado aquella mañana a media ciudad bajo una irrespirable noche artificial. Aquel verano todos los chavales del barrio añadimos a nuestro diccionario una palabreja nueva, chapapote, la misma que se había adherido al culo del bañador mientras pescábamos los últimos lorchos vivos entre las agujas de piedra de Riazor. No muchos años después (en el olímpico 1992 en que descubrimos que ya éramos europeos y tiramos la casa por la ventana e incluso la ventana), el Mar Egeo se estampó contra la entrepierna de la torre de Hércules, donde los restos del paquebote permanecieron durante un largo tiempo astillados entre las rocas. Aquella herrumbre oxidada, devorada por sospechosos moluscos mutantes y algas fosforescentes, era en realidad la instalación artística que con más precisión ha retratado al país. Aquellos hierros destripados sobre la península de la Torre dibujaban de un solo trazo la historia contemporánea de Galicia. Se volvió a demostrar, por si quedaba algún escéptico en la sala, en el 2002, cuando el desvencijado Prestige, tras un improvisado crucero por la costa gallega patrocinado por las autoridades, acabó por vaciar su tumefacto vientre de ballena en los morros del Atlántico para tiznar de chapapote el mapa de Fontán. Descubrí entonces que las gaviotas rehogadas en fuel olían igual que en 1976. 37 años y tres petroleros después, la única respuesta coherente que encuentro es la del chuleta madrileño (para algo están los clásicos): Nunca pasa nada; y si pasa, ¿qué importa?; y si importa, ¿qué pasa?