El rey, sin su campana de cristal

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

21 sep 2013 . Actualizado a las 06:00 h.

El runrún de que la Casa del Rey iba a anunciar ayer la abdicación de don Juan Carlos fue insistente durante toda la mañana. Tanto, que el hecho de que medios de comunicación, cargos institucionales, dirigentes partidistas o simples ciudadanos diesen el rumor por verosímil constituye la mejor prueba de que ha llegado para el rey el momento de pensar seriamente en traspasar la Corona a su heredero.

En los últimos años la salud del monarca se ha resentido de forma paralela al prestigio de su persona y, por extensión, aunque no en igual medida, a la aceptación social de la institución que representa. De hecho, todas las encuestas demuestran que el príncipe Felipe está hoy mucho mejor valorado que su padre por la opinión pública española, una apreciación social, esa, que coincide con la lógica más elemental: que el ciclo institucional de don Juan Carlos como jefe del Estado está agotado y que la única forma de frenar el deterioro que ello conlleva ya para la institución monárquica es poner a su frente a alguien que pueda, desde presupuestos diferentes, iniciar un ciclo nuevo.

Don Juan Carlos, cuya contribución al asentamiento de la democracia y la estabilidad política de España resulta indiscutible, accedió a su puesto protegido por una campana de hierro tan invisible que parecía de cristal: un pacto implícito de silencio y no agresión que nadie había firmado pero que prácticamente todo el mundo respetaba. Por eso, aceptados sus muchos méritos, que solo le regatean hoy quienes carecen de información o de memoria, lo cierto es que el proceso de conversión de un hombre en mito democrático fue posible únicamente porque del hombre de verdad que, con sus vicios, limitaciones, errores y problemas, se escondía detrás del manto del monarca millones y millones de españoles no sabían absolutamente nada.

Ha sido suficiente con que el hechizo se rompiera y la carroza real se convirtiera en simple calabaza para que muchos de quienes antes gritaban ¡Viva el rey! le silben hoy en cuanto se les brinda la ocasión. Pues este es un país cainita donde siempre ha habido multitudes dispuestas a pasar sin solución de continuidad del jaleo al abucheo.

Es verdad, claro, que los negocios supuestamente ilegales y a todas luces inmorales de Urdangarin y su mujer han jugado un papel decisivo en ese tránsito funesto. Pero lo es también que, incluso sin el gran empellón que le ha dado su yerno hacia el abismo, el rey estaría hoy igualmente obligado a hacer algo para lo que nadie lo preparó en su día y que es ya mayor de más para aprender: reinar con los focos puestos sobre su corona desde la mañana hasta la noche.

Esa es la razón por la que más allá de sus recurrentes problemas de salud, y de sus errores e imprudencia, el rey está incapacitado para seguir desempeñando la alta magistratura del Estado que ocupa desde hace casi cuatro décadas: porque la forma en que el monarca estaba acostumbrado a ejercer sus funciones se le ha hundido a don Juan Carlos debajo de los pies y ahora no tiene ya suelo donde hacer pie firme y seguro.

Si difícil es saber llegar, mucho más lo es, en cualquier responsabilidad, saber marcharse. El caso de los reyes resulta, de todos modos, especial, pues carentes de otra fuente de legitimidad que la pertenencia a una familia, la tentación de seguir hasta el final, desoyendo el juicio de una opinión pública que no los ha puesto en donde están, puede llegar a resultar irresistible. Haría muy mal don Juan Carlos en empeñarse en lo que ya no puede ser. De que obre con prudencia dependerá no solo el futuro de la institución que representa, sino también el de un país que tiene ya bastantes problemas como para meterse ahora en el infierno de un debate entre la monarquía y la república.