Hubo un tiempo en el que toda España miraba con envidia hacia A Coruña, ciudad que presumía de un equipo que, además de fútbol, desprendía humildad. Eran tiempos en los que Liaño sacaba de meta, Djukic la cedía a Mauro, este abría para Fran a la izquierda, que centraba para que Bebeto rematara a gol. En la banda, el abuelo que todos quisimos tener: Arsenio.
Aquel equipo logró que el sentimiento del deportivismo fluyera con más fuerza que nunca. Estaba formado más que por nombres por hombres queridos y admirados en una urbe orgullosa de su Real Club Deportivo. Aquella columna vertebral y su entrenador están hoy lejos (algunos no en distancia física) del club por el que lo dieron todo y en el que, en muchos casos, los vilipendiaron y forzaron su destierro.
Años después, las penurias que atraviesa el club también les hacen sufrir. Como al padre que inscribe a su recién nacido como socio, al mileurista que paga su abono a costa de privarse de otras cosas o al viejete al que el marcapasos le impide ir a Riazor. Sufren, mucho, pero no se rinden, porque saben que el Dépor, aunque a veces lo parezca, no es el cortijo de una familia de nuevos ricos. Es un sentimiento. Una religión. El patrimonio de un pueblo. Esa razón que, sin saber a veces por qué, les hace reír, llorar y, sobre todo, vivir.