La fiebre del oro

Eduardo Riestra
Eduardo Riestra TIERRA DE NADIE

OPINIÓN

12 ago 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Cuando Hitler inauguró los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, con un mensaje que alcanzaría incluso la estrella Vega (la de Jodie Foster en la película Contacto), estaba inaugurando también un nuevo medio de propaganda política: la propaganda deportiva. Ya de niño a mí me preocupaban las minúsculas gimnastas chinas, arrebatadas de sus hogares (aunque no hay para tanto, al fin y al cabo eran niñas en el país del hijo único), obligadas a saltar el plinto varios miles de veces al día, amenazadas con una ejecución sumarísima si no traían oro a la vuelta a casa... vamos, como los niños mendigos de los gitanos rumanos o como ese joven ciudadano británico apellidado Twist. El oro siempre se lo llevaban los ricos, que, como diría mi madre, «corre el oro para el tesoro». El de los rusos iba a reunirse con el famoso oro de Moscú. El de los chinos al de las colectas del Domund que los maduritos como yo recordamos en aquellas huchas con caras de Benetton. El de los cubanos... ¡el de los cubanos!, ese la verdad siempre me ha parecido incomprensible. Y también, claro está, la rivalidad de preseas amarillas entre las dos Alemanias; y por fin, el oro de Wall Street, el de los americanos. Ese que recoge su Constitución, donde dice que cualquier ciudadano puede ser candidato a la presidencia... o medalla de oro de natación, como Michael Phelps o Johnny Weissmuller, el verdadero Tarzán. Tanto oro, tanto oro, para que acabe fundido en alianzas matrimoniales. ¡A ver si lo que quieren los atletas es simplemente casarse! Y los españoles persisten en el celibato. Bueno, a lo mejor Sofía, Támara y Ángela, sí que se casan.